lunes, 3 de junio de 2013

Dorothy Forstein

Dorothy Forstein había vivido en un estado de pánico durante cinco años, desde la tarde del 25 de enero de 1945. Aquel día, después de dejar a sus dos hijos con unos vecinos, había ido a comprar rápidamente en un supermercado y había vuelto sola a la casa de tres pisos donde vivía en un suburbio de Philadelphia, en Estados Unidos. Al entrar en la casa, alguien salió del cuartito de debajo de la escalera y la agredió en la oscuridad. Sólo tuvo tiempo de gritar una vez.

  
La policía irrumpió por la puerta de entrada de la casa de los Forstein y la encontró yaciendo en un charco de sangre. Tenía rota la mandíbula y la nariz, un hombro fracturado y muchas lesiones. Había dinero y joyas en la casa, pero no faltaba nada. El móvil había sido el asesinato, dijo la policía. El agresor había entrado en la casa sin dejar huellas dactilares, ni forzar ninguna puerta o ventana. Y tampoco se encontró el menor indicio de cómo había salido de la casa.



El juez Jules Forstein, su esposo, tenía una coartada irrefutable para la hora de la agresión. Y la señora Forstein no tenía enemigos conocidos. El agresor podía haber sido un enemigo de su marido, pero después de una investigación de varios meses, no se descubrió ningún sospechoso.



Dorothy Forstein, aunque físicamente se recobró despacio, nunca llegó a reponerse emocionalmente de aquel ataque contra su integridad. Solía comprobar repetidas veces las cerraduras de seguridad que habían puesto en puertas y ventanas. Buscaba constantemente la compañía de parientes y vecinos, y a veces, durante aquellas reuniones, se sumía en un profundo silencio.



Muñeca de cera que representa a Dorothy Forstein

Una tarde de octubre de 1950, el juez Jules Forstein telefoneó a su esposa para decirle que llegaría tarde, pues tenía que asistir a un banquete político.

–No me retrasaré demasiado –le dijo–. ¿Va todo bien?

El juez raras veces dejaba solos a su esposa y a sus hijos, debido al incidente acaecido en la casa cinco años antes. Pero en esta ocasión, Dorothy estaba alegre y aseguró a su marido que todo marchaba bien.

–Espero que me extrañes –añadió.

Dorothy iba mejorando, se dijo el juez Forstein cuando volvió tarde del banquete esa noche, cinco años después de la agresión.



Ya dentro de la casa débilmente iluminada, lo primero que oyó fueron los gritos de sus hijos, Edward y Marcy. Les encontró acurrucados juntos en un dormitorio, llorando convulsivamente.

–Es mamá –le dijeron–. Alguien estuvo aquí y se llevó a mamá.

Forstein registró todas las habitaciones de la casa. Allí estaba su bolso, con el dinero y las llaves, pero Dorothy Forstein había desaparecido.



Marcy le contó, entre sollozos, lo que había pasado. La habían despertado unos fuertes ruidos en la noche y había corrido al dormitorio de su madre. A través de una rendija de la puerta, vio a su madre tumbada de bruces sobre la alfombra y una sombría figura inclinada sobre ella.

–Parecía mareada– gimoteó la pequeña.

Entonces el intruso había levantado a la madre y la había cargado sobre un hombro, con la cabeza colgando sobre su espalda. Vio que la niña le observaba y le dijo: “Vuelve a la cama. Tu madre se ha mareado, pero pronto estará bien”. Y bajó la escalera llevándose a Dorothy Forstein, que sólo vestía su pijama rojo de seda.

  
Cuando llegó la policía, no encontraron huellas digitales en ninguna parte. Además, parecía increíble que un hombre que llevaba una mujer a cuestas hubiese podido salir de la casa sin apoyarse en algo. ¿Y por qué no había tratado alguien de detenerlo al andar por una calle transitada, transportando una mujer inconsciente y en pijama? ¿Y cómo había entrado en la casa de los Forstein, con sus múltiples cerraduras de seguridad en puertas y ventanas?

  
La policía investigó en todos los hospitales de Philadelfia así como en pensiones, casas de reposo, hoteles y en el depósito de cadáveres. Las pesquisas no revelaron ninguna información sobre Dorothy Forstein y el caso nunca fue resuelto.


 Con el tiempo, se publicaron libros y reportajes acerca de lo ocurrido. Pero Dorothy Forstein nunca apareció. Fuese quien fuere el hombre que secuestró y seguramente asesinó a Dorothy Forstein, se la llevó para siempre, dejando solamente el recuerdo de aquellas últimas palabras: “Espero que me extrañes”.

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