Dorothy Forstein
había vivido en un estado de pánico durante cinco años, desde la tarde del 25
de enero de 1945. Aquel día, después de dejar a sus dos hijos con unos vecinos,
había ido a comprar rápidamente en un supermercado y había vuelto sola a la casa
de tres pisos donde vivía en un suburbio de Philadelphia, en Estados Unidos. Al
entrar en la casa, alguien salió del cuartito de debajo de la escalera y la
agredió en la oscuridad. Sólo tuvo tiempo de gritar una vez.
La policía
irrumpió por la puerta de entrada de la casa de los Forstein y la encontró
yaciendo en un charco de sangre. Tenía rota la mandíbula y la nariz, un hombro
fracturado y muchas lesiones. Había dinero y joyas en la casa, pero no faltaba
nada. El móvil había sido el asesinato, dijo la policía. El agresor había
entrado en la casa sin dejar huellas dactilares, ni forzar ninguna puerta o
ventana. Y tampoco se encontró el menor indicio de cómo había salido de la
casa.
El juez Jules
Forstein, su esposo, tenía una coartada irrefutable para la hora de la
agresión. Y la señora Forstein no tenía enemigos conocidos. El agresor podía
haber sido un enemigo de su marido, pero después de una investigación de varios
meses, no se descubrió ningún sospechoso.
Dorothy
Forstein, aunque físicamente se recobró despacio, nunca llegó a reponerse
emocionalmente de aquel ataque contra su integridad. Solía comprobar repetidas
veces las cerraduras de seguridad que habían puesto en puertas y ventanas.
Buscaba constantemente la compañía de parientes y vecinos, y a veces, durante
aquellas reuniones, se sumía en un profundo silencio.
Muñeca
de cera que representa a Dorothy Forstein
Una tarde de
octubre de 1950, el juez Jules Forstein telefoneó a su esposa para decirle que
llegaría tarde, pues tenía que asistir a un banquete político.
–No me retrasaré
demasiado –le dijo–. ¿Va todo bien?
El juez raras
veces dejaba solos a su esposa y a sus hijos, debido al incidente acaecido en
la casa cinco años antes. Pero en esta ocasión, Dorothy estaba alegre y aseguró
a su marido que todo marchaba bien.
–Espero que me
extrañes –añadió.
Dorothy iba
mejorando, se dijo el juez Forstein cuando volvió tarde del banquete esa noche,
cinco años después de la agresión.
Ya dentro de la
casa débilmente iluminada, lo primero que oyó fueron los gritos de sus hijos,
Edward y Marcy. Les encontró acurrucados juntos en un dormitorio, llorando
convulsivamente.
–Es mamá –le
dijeron–. Alguien estuvo aquí y se llevó a mamá.
Forstein
registró todas las habitaciones de la casa. Allí estaba su bolso, con el dinero
y las llaves, pero Dorothy Forstein había desaparecido.
Marcy le contó,
entre sollozos, lo que había pasado. La habían despertado unos fuertes ruidos
en la noche y había corrido al dormitorio de su madre. A través de una rendija
de la puerta, vio a su madre tumbada de bruces sobre la alfombra y una sombría
figura inclinada sobre ella.
–Parecía
mareada– gimoteó la pequeña.
Entonces el
intruso había levantado a la madre y la había cargado sobre un hombro, con la
cabeza colgando sobre su espalda. Vio que la niña le observaba y le dijo:
“Vuelve a la cama. Tu madre se ha mareado, pero pronto estará bien”. Y bajó la
escalera llevándose a Dorothy Forstein, que sólo vestía su pijama rojo de seda.
Cuando llegó la
policía, no encontraron huellas digitales en ninguna parte. Además, parecía
increíble que un hombre que llevaba una mujer a cuestas hubiese podido salir de
la casa sin apoyarse en algo. ¿Y por qué no había tratado alguien de detenerlo
al andar por una calle transitada, transportando una mujer inconsciente y en
pijama? ¿Y cómo había entrado en la casa de los Forstein, con sus múltiples
cerraduras de seguridad en puertas y ventanas?
La policía
investigó en todos los hospitales de Philadelfia así como en pensiones, casas
de reposo, hoteles y en el depósito de cadáveres. Las pesquisas no revelaron
ninguna información sobre Dorothy Forstein y el caso nunca fue resuelto.
Con el tiempo,
se publicaron libros y reportajes acerca de lo ocurrido. Pero Dorothy Forstein
nunca apareció. Fuese quien fuere el hombre que secuestró y seguramente asesinó
a Dorothy Forstein, se la llevó para siempre, dejando solamente el recuerdo de
aquellas últimas palabras: “Espero que me extrañes”.
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