“Santería”
significa literalmente “La adoración de los santos”. A semejanza del vudú
haitiano, se trata de una religión sincrética. Es decir, adopta la apariencia
exterior de una creencia moderna para disimular otra religión mucho más
antigua, poblada de viejos dioses y rituales. Esto permite una convivencia
pacífica entre las religiones establecidas y el culto real subyacente. Tanto en
la Santería como en el vudú, los dioses proceden de África. Pervivieron en la
memoria de los esclavos negros, que los ocultaron de sus amos blancos por el
sencillo método de dar un nombre cristiano a cada deidad africana. Actualmente,
la diferenciación entre ambos lenguajes y grupos de deidades ya no es tan
nítida como hace años. En Haití, el verdadero vudú no tiene relación con las
figurillas ensartadas con alfileres o los zombies que tanto gustan a los
directores de cine de Hollywood. El vudú o vodún, que quiere decir “espíritu”
en el lenguaje fon, es una religión que asocia los espíritus, los elementos y
las pasiones.
Cuba es el
centro de la Santería, pero en toda Iberoamérica, las islas del Caribe y
Norteamérica, la gente consulta a los santeros en relación con innumerables
problemas. Los rituales pueden consistir en un sencillo regalo a la sacerdotisa
para que efectúe un sortilegio, o en una celebración masiva con cientos de
participantes, horas y horas de baile ininterrumpido y trances. Los sacrificios
de sangre se realizan normalmente con pollos, gallinas o gallos negros que se
decapitan durante la ceremonia. Como casi todas las creencias mágicas, la
Santería cuenta con un lado oscuro para complementar la magia blanca. Una de
estas zonas es la del Palo Mayombe. Mediante el Palo se intenta establecer una
relación más estrecha entre el mundo real y el espiritual gracias al empleo
ritual de partes del cuerpo humano sustraídas de las tumbas. Algunas veces, el
“palero” alimenta un caldero ritual llamado nganga con su propia sangre.
Entonces, el caldero ritual tiende a desarrollar una “gran sed” que debe ser
saciada con sacrificios humanos.
La casa de
Adolfo de Jesús Constanzo en Miami
Adolfo de Jesús
Constanzo González nació el 1 de noviembre de 1962 en Miami, Florida (Estados
Unidos). Era hijo de una pareja de cubanos que acababan de huir de la
revolución castrista. Fue creciendo y adquiriendo hábitos poco habituales en un
niño: era excepcionalmente serio, muy limpio y extraordinariamente meticuloso.
Su padre desapareció al cabo de un año; él, su madre y su abuela se trasladaron
a Puerto Rico, donde Constanzo disfrutó de un padrastro rico, un negociante
puertorriqueño. Pero a la edad de diez años, tras mudarse a Miami, también
perdió a su padrastro.
El joven Adolfo
de Jesús Constanzo
Su madre, Delia
González del Valle, se casó por tercera vez, pero tampoco duró mucho este
matrimonio. En la comunidad cubana de Miami todo el mundo sabía que la madre de
Adolfo era una sacerdotisa de Palo Mayombe, al igual que su abuela lo había
sido en Cuba. Delia realizaba encantamientos y rituales para los vecinos, y
entrenó a su hijo para transformarlo en el poderoso mago que ella creía que
era. Constanzo era muy guapo; a los catorce años se acostó con una chica un
poco mayor que él y tuvo un hijo.
Delia González
del Valle
Constanzo empezó
a proporcionarle clientes a su madre y fue ganándose la reputación de médium,
de oráculo y de brujo capaz de predecir el futuro leyendo los astros. En 1983,
a los veintiún años, él y su madre se mudaron a la Ciudad de México, donde le
habían ofrecido un trabajo de modelo. Allí hizo muchos amigos y realizó
contactos, especialmente entre el submundo homosexual de la ciudad. Entretanto,
su fama como sacerdote de Santería, curandero y profeta fue creciendo. La clase
alta mexicana, los artistas e intelectuales, y sobre todo los políticos y
narcotraficantes, empezaron a recurrir a sus poderes para asegurar el buen fin
de los negocios de drogas. Sus ingresos se multiplicaron e incluso la policía
lo consultaba.
Durante esta
época, su madre le envió a perfeccionarse con otro santero llamado “El Grande”.
Al volver de su período de estudio, Constanzo introdujo en sus ritos los
sacrificios humanos. Había penetrado en el lado oscuro del Palo Mayombe. El
atractivo aspecto de Adolfo y su magnetismo personal le hicieron irresistible
para ambos sexos. Constanzo recorrió el camino del Palo Mayombe hasta el final,
practicando los sacrificios humanos, la antropofagia y la tortura.
Los seguidores
de Constanzo, a quien conocían como “El Padrino”, se entregaban a él en cuerpo
y alma porque el cubano los embelesaba con promesas de riqueza y enormes
ganancias, todo ello aliñado con una forma de actuar violenta y vengativa. La
ligazón con la que los ataba se convertía así en un auténtico pacto de sangre.
Sabía lo perturbador que podía resultar la mezcla formada por la concesión de
favores sexuales y el castigo violento. Sus devotos quedaban así totalmente
desorientados. Constanzo era un manipulador nato, un maestro en explotar las
debilidades físicas de los seres humanos, aprovechándolas para llevar a cabo
sus planes.
Sara María
Aldrete Villareal nació el 6 de septiembre de 1968 en Matamoros, Tamaulipas
(México), donde creció. Se casó a los dieciocho años y se divorció a los
veinte. En 1985 se matriculó en el Texas Southmost College para cursar un
peritaje de dos años en educación física. Era alta, atlética, de casi 1.80 de
estatura, y llamaban la atención sus grandes ojos. El Southmost College se
encuentra en Brownsville, al otro lado del puente que separa Matamoros de
Estados Unidos.
Sara Aldrete
Allá, Sara se
relacionó con un narcotraficante llamado Gilberto Sosa, con quien mantuvo una
relación amorosa. Cada fin de semana Sara Aldrete volvía a México, a casa,
donde a finales de 1986 conoció a Constanzo. Su Grand Marquis se topó con el
vehículo de Sara Aldrete. Los amigos de Constanzo se pusieron a increparla,
pero él la invitó cortésmente a tomar un café y de paso le leyó las cartas del
tarot. Le predijo que alguien muy cercano le contaría un problema y que ella no
sabría cómo ayudarle.
En su libro de
memorias Me dicen la Narcosatánica, Sara Aldrete narra su primer encuentro con
Constanzo:
“(Constanzo y
otros dos venían en un Grand Marquis), pasándose el camellón (la banqueta era
baja). Aceleré, pero en seguida me alcanzaron. Me hacían señales de que me
parase. Yo negaba con la cabeza. La adrenalina se empezó a apoderar de mí. La
misma sensación que sentía de pequeña cuando me iba detrás de los sepelios,
rumbo al panteón. Me acercaba al féretro antes que lo bajaran al hoyo, y veía
la cara del muertito para identificarlo entre los deudos. Cuando lograba
encontrar al muerto entre la gente, el corazón daba un brinco hasta la garganta.
Lo acompañaban otros difuntos que ya había visto en anteriores sepelios. Me
paraba en las tumbas más altas, me trepaba hasta las estatuas, ya fueran cruces
o ángeles, o sólo unos bloques con las leyendas ya conocidas: ‘Aquí yace el
cuerpo de equis. Te recordamos con amor y cariño, tu esposa e hijos’, etcétera.
Ese tipo de sepulcro era el más propicio porque no tenía que hacer malabares
para ver.
“En ocasiones,
al igual que los dolientes, yo también lloraba por esos pobres seres que se
quedaban en la Tierra y no querían dejar ir al que ya estaba del otro lado, y
al que yo sí podía ver. Eternamente me han gustado los cementerios. De toda la
vida me ha fascinado la luna y su luz intensa en las tumbas blancas. Siempre he
tenido fascinación por lo desconocido. Es una atracción que me inunda el alma,
el espíritu, y me explota por el cuerpo, como una fuente de lucecitas. Nací
extraña. Crecí extraña. Y sigo siendo extraña. Es una sensación de calor que me
sube desde los pies hasta los cabellos y, en ocasiones, me baja como una
corriente eléctrica, de los cabellos hasta las plantas de los pies. Unos
conocedores de lo paranormal que visité durante un congreso en Matamoros
consideraron que esa sensación es mi ser etéreo que se quiere desprender del
corporal. O como me lo diría el médico: ‘No, hija, es tu adrenalina provocada
en equis circunstancias’. Es como algo caliente que me hace querer escupir el
corazón.
“El conductor
del Grand Marquis me provocó esa sensación. De pronto, me cerró el paso. Casi
choca su auto contra el mío (…) Se bajó del coche y se acercó a mi ventana.
Cerré los seguros y subí los vidrios. Mi corazón... Se acercó más al vidrio, lo
tocó con sus dedos, indicándome que lo bajara. Le dije que no. ‘Ándale, bájalo.
No te voy a hacer daño, niña. Sólo quiero hablar contigo’. Su acento era cubano
o puertorriqueño. De entre su camisa salieron collares de muchos colores, como
los de Elenita la Negra. Como los que usan los santeros en la religión yoruba y
lucumí. Lo sabía, porque estaba estudiando para elaborar un trabajo que quería
presentarle al profesor de Antropología en la Universidad, con quien me
identificaba mucho. Hasta la fecha le guardo admiración porque comprendía y
entendía a cada uno de los que platicábamos con él, dentro y fuera de las aulas.
Allí, enfrente de mí, tocando en mi ventana, estaba la oportunidad de terminar
mi investigación.
“Los claxonazos
nos urgían a tomar una determinación. Su coche atravesaba el paso del mío. A
señas, le indiqué que nos estacionáramos más adelante, a un lado de la avenida.
Se fue a su auto e hizo las maniobras para enderezarse. Se puso en marcha y se
estacionó a un lado de la avenida. Yo me seguí de largo; lo pensé mejor y
volvió a darme miedo. Él me persiguió y pensé que, después de todo, lo mejor
era parar y hablar de una vez por todas. O continuaría persiguiéndome por toda
la ciudad, tan pequeña. Me estacioné y él puso su coche frente al mío. Adolfo
(Constanzo) era guapo. Atractivo. Alto (más allá del 1.80). Corpulento. Ojos
claros, casi verdes, cabello castaño muy claro; facciones delicadas, muy finas
para ser tan recio. Sonrisa cautivadora. Mirada hipnotizante.
Extraordinariamente enigmático (…) También traía una medalla de una santa con
una copa, Santa Bárbara Bendita, Changó (…) (Me dijo) ‘¿Qué quieres saber? ¿Si
has encontrado al amor de tu vida? Está enfrente de ti. Me llamo Adolfo. Adolfo
de Jesús Constanzo’. Y tomé su mano para recibir su saludo de presentación”.
A las dos
semanas, el novio de Sara, Serafín Hernández Junior, le confió que una rama de
la Familia a la que servía dosis de droga se estaba hundiendo. La chica llamó a
Constanzo para contarle que su predicción se había cumplido. Él pareció muy
interesado en el tema. Conocía el poder y la riqueza de la que alardeaban los
capos de la droga en México y le interesaba quedarse con un trozo del pastel.
Sara terminó enamorándose de Constanzo y Serafín no se inmutó: él también
estaba cayendo lentamente bajo el encanto del misterioso curandero de acento
cubano.
Constanzo tenía
una mansión en un barrio exclusivo de Monterrey (Nuevo León) y además
frecuentaba constantemente el Palacio de Gobierno de esa entidad mexicana. Por
su parte, la familia Hernández se dedicaba al contrabando de licores y al
tráfico de drogas. El negocio estaba dividido en dos ramas. El padre de Serafín
operaba al norte de la frontera y fue arrestado en febrero de 1987. Entretanto,
Serafín Junior trabajaba en Matamoros para su tío Elio Hernández Rivera, “El
Pequeño Elio”.
Elio Hernández
Rivera “El Pequeño Elio”
Este último
había ampliado el negocio al contrabando de automóviles y armas, y a frustrar
las operaciones de otras bandas para hacerse con su parte del negocio. Esta
actividad resultaba extremadamente peligrosa, sobre todo en lo referente a la
cocaína y los narcotraficantes colombianos, que aún eran controlados por Pablo
Escobar Gaviria. Bajo estas fuertes tensiones la familia estaba perdiendo la
unidad, pero en ese preciso momento Constanzo apareció en escena.
“Meses después,
en marzo, conocería su casa. Cuando vine a acompañar a Elio. Adolfo
(Constanzo), muy orgulloso, me mostró todas sus adquisiciones italianas y
egipcias; obras de arte. Su cuarto detrás de los espejos. Esa casa la cuidaba
Álvaro de León Valdéz, alias ‘El Dubi’ (quien era estilista, pero un hombre muy
violento). Cuando abrió el espejo, la puerta, entramos a una gran caja de
seguridad. En realidad, era toda la habitación. Había muchísimos billetes,
atados con ligas, de diferentes denominaciones. ‘No son falsos, güera’, me
señaló Adolfo. Había dólares, joyas, piedras preciosas en bruto. Varias
pinturas al óleo. Y lingotes de oro que parecían tener un sello de banco.
“Omar y Martín
estaban esperándonos cuando salimos de la caja de seguridad. ‘No pienses mal.
Todo este dinero lo he ganado a pulso, con mi trabajo. Mira, aquí llevo mis
cuentas’. Vi un libro con muchos nombres y cantidades. (Me dijo): ‘La Santería
es cara. Hay que comprar animales para darle de comer a los santos, onchas. Yo
soy ñañigo y a los ñañigos nos respetan mucho por el poder que tenemos. Soy
palero, del Palo Mayombe. Y también tengo que darle de comer a la nganga donde
están mis eggun (muertos). Comen y comen bien. Les gusta estar bien atendidos.
Les gusta la sangre de chivo y el buen aguardiente y habanos finos. Y eso
cuesta. Tengo que pagar derechos, permisos en los diferentes lugares donde debo
trabajar. Todos cobran. Y si no se les paga, los orishas se enojan, se ponen
bravos. Aparte tengo que comprar las hierbas. Ésas las compro en el Mercado de
Sonora. Las hierbas curan porque ellas solas son brujas, curadoras, pero con un
poco de trabajo, de magia, curan para siempre. Mira, güera, donde quiera anda
el espíritu, por todas partes. Donde menos lo crees, está. A todas horas’.
La nganga de
Constanzo
Tras un corto
tiempo como amante de Sara dejó de verse con ella y le ordenó que empleara sus
encantos en seducir a “El Pequeño Elio”. Sara ya participaba activamente en los
sacrificios rituales orquestados por Adolfo; se encargaba de iniciar la tortura
de las víctimas. A principios de 1988 empezó a acostarse con el tío de Serafín.
Este incluso se encargó de presentárselo. No pasó mucho tiempo hasta que “El
Pequeño Elio” estuvo convencido de que lo que necesitaba para evitar la
disgregación de la Familia eran los servicios de un poderoso brujo. Era la
oportunidad que Constanzo había estado esperando.
Mientras Sara lo
esperaba cerca de allí, Constanzo desayunó con Elio en un restaurante Vips de
la Ciudad de México, donde le dijo que podía iniciarle en los rituales
secretos, que era un verdadero superdotado para el sacerdocio de la Santería y
lo bautizó haciéndole incisiones en los hombros, en la espalda y en el pecho;
después lo “rayó” para iniciarlo en el Palo Mayombe. Sara, Constanzo y Elio se
transformaron en la infernal trinidad que dirigiría la banda. No obstante, los
únicos autorizados a realizar asesinatos rituales eran Elio y Constanzo.
Sara Aldrete
recuerda así el ritual de iniciación:
“(Adolfo
Constanzo me dijo): ‘A ti te debo proteger. Te voy a presentar ante mi eggun.
Te voy a hacer un rayado para protegerte de todo mal, pues me vas ayudar a
hacer unos trabajitos que tengo pendientes. Necesito a alguien como tú. No
debes tener miedo. Todo va a salir bien. Ven, vamos. Te voy a llevar al cuarto
del muerto’. He olvidado todo lo que vi en el cuarto de los espejos. Mi interés
creció al escuchar que me presentaría a su eggun. ‘Oye, pero ¿no estás
reglando?’, me preguntó. ‘Es que si estás en tus días no debes entrar a verlo.
Por eso es muy difícil que una mujer pueda trabajar con la nganga. Y en muchos
lados se les prohíbe la entrada a las mujeres a cualquier ceremonia’ (...) Mi
curiosidad iba en aumento. El corazón me brincaba y las piernas se me
debilitaban. Sudaba. Pero era muy sabroso sentirme así (…) Me encantó la idea
de verme frente al ser tan poderoso que le trabajaba al gran Adolfo Constanzo.
La respiración se me aceleraba. Abrió el cuarto blanco, muy blanco, de paredes,
piso y techo. Rosas rojas en una esquina. Cacerolas con hierros, cadenas y mil
y una cosas. Y al frente, imponente, grandiosa y macabramente bella, la nganga.
“Se hincó y me
hinqué a su lado. Habló en dialecto. Con gran respeto yo lo escuchaba. Veía las
veladoras a los lados. Pasó un rato. Seguía sudando. Todo era tan extraño. Un
olor a hierbas, alcohol y una mezcla extraña; tal vez era la sangre de los
animales que le habían dado en sacrificio. Me empezó a tocar la cabeza. Y me
checó en una tabla con signos: era su oráculo supremo. ‘El eggun me dice que
debes protegerte. Yo debo protegerte. Te voy a hacer un rayado’. Fui a donde él
estaba e hice las mismas señas que él ante el caldero. ‘No des la espalda al
salir. Sal como yo’. Estaba helada, pero alegre. Había visto lo que nadie podía
ver si no pertenecía a su religión, y yo aún no me metía y ya había entrado al
cuarto sagrado. (Al otro día) Adolfo (Constanzo) me esperaba todo vestido de
blanco y con todos sus collares puestos. Se veía increíblemente guapo y
enigmático. ‘Sara, esto que te voy a hacer no se lo debes decir a nadie. No
debes contar lo que veas o alcances a ver, pues va en contra de la religión. Es
un bautizo para que nadie te pueda hacer daño. Se va a sacrificar un animal. No
quiero que te asustes, pero es algo que debo hacer’. Vi que tenía dos costales,
uno de gallos y otro con un chivito (…) ‘¿Lo vas a matar?’ ‘Sí, debo darle
comida a la nganga. Te voy a tapar los ojos y los oídos con una venda. No te
preocupes, nada te va a pasar’.
“Me metió a un
cuarto y me rompió los pants que traía puestos. Me bañó. Me ordenó que me
vistiera de blanco. Después de haber rezado y orado, habló en dialecto.
Entramos al cuarto sagrado, me hincó y me empezó a vendar los ojos. Olía a
habano. Me echaba humo encima. Me estaba mareando. Escuché voces que oraban en
dialecto, en patois. Todo era tan mágico. Me empecé a atemorizar, aun dentro de
la emoción por esas voces que escuchaba. Reconocí las voces de Adolfo
(Constanzo) y la de Martín Rodríguez.
“Adolfo me daba
indicaciones de lo que debía tocar y beber. Era alcohol. Me roció con él, al
tiempo en que yo debía escupir el que tenía en la boca. Mucho después sentí un
ardor especial en mis manos, en mis piernas, en mi pecho. Oí el quejido de un
chivo. Adolfo me sacó de allí un momento y después me volvió a meter. Oraba y
oraba pidiendo mi protección. Minutos después me quitó la venda de los ojos y
me destapó los oídos. Me vi llena de sangre en el pecho, manos y piernas. ‘No
te asustes, ya pasó. Estás protegida. Son pequeñas rayitas que el eggun quiere
que tengas. Se te van a borrar. No son como las de mis ahijados. Esto es
diferente’.
“Poco podía ver
a mi alrededor. Hasta después me di cuenta de que ahí estaba Elio. Ya lo había
rayado; le había hecho cruces y flechas con una navaja en la espalda, pecho y
pantorrillas y luego le dijo: ‘Yo soy tu Padrino. Martín y Omar son tus
mayordomos, Jorge y Damián son tus hermanos y Sara es como tu madrina. Debes
cuidarla’. Mientras hablaba yo miraba a un gallo muerto y algo que parecía un
chivo pequeñito. Elio estaba sangrando mucho; Adolfo me pidió que le echara
cenizas del puro para que se la parara la sangre, pero yo me salí a vomitar.
“Alcancé a
escuchar que los demás me dijeron que yo no servía para esas cosas. Para
acallar cualquier protesta, Adolfo les dijo que yo era su esposa. Y se fue tras
de mí. Yo me sentí muy importante. Ya estaba protegida por Adolfo de Jesús
Constanzo. Sentía una fortaleza extraordinaria. Sensacional. No se lo conté a
nadie. Era un gran secreto. Me dio un amuleto, un collar de cuentas de colores,
rojo y blanco, que nadie debía tocar. Me lo puse junto a mi rosario que siempre
tengo. Nadie. Pero antes del año caí en la cárcel y todos lo tocaron. Pasó por
muchas manos en la Procuraduría. Y yo también”.
Constanzo con
Omar Orea Ochoa, uno de sus amantes masculinos
El precio de
Constanzo por restaurar los menguados poderes de la familia consistió en la
mitad de las ganancias. Elio, mezclado en los sacrificios humanos del palero,
aceptó. La familia se separó de los negocios de Texas. Perdió ese mercado y la
infraestructura de distribución de droga, pero Constanzo le presentó a Elio a
sus propios contactos mexicanos. Siguieron más y más sacrificios. Muchas de las
víctimas procedían del mundillo homosexual frecuentado por el brujo. Dos de los
favoritos de Constanzo solían atraer con engaños a homosexuales a los rituales:
Omar Orea Ochoa “La Dama de Constanzo” y Martín Quintana Rodríguez, “El Hombre
de Constanzo”.
Omar Orea Ochoa,
“La Dama de Constanzo”
En 1988 ocurrió
el primer caso sonado relacionado con Constanzo. En marzo, un travesti llamado
Ramón Paz Esquivel, que se hacía llamar “Claudia Ivette Bojour” o “La Claudia”,
fue arrestado por la policía. Era vendedor de antigüedades en la Zona Rosa de
la Ciudad de México y entre sus clientes se contaba la actriz y cantante
mexicana Irma Serrano “La Tigresa”; incluso trabajaba para ella. Su detención
se debió a que vendía objetos robados.
Ramón Paz
Esquivel “La Claudia”
A mediados de
julio, “La Claudia” tuvo contacto con Constanzo. Se pelearon, el travesti quiso
romperle una botella en la cabeza a Constanzo y esa fue su perdición: Martín
Rodríguez, “El Hombre de Constanzo”, llevó a “La Claudia” al departamento de
Salvador Gutiérrez o “Jorge Montes” en la Colonia Juárez; él le rentaba un
cuarto de servicio a “La Claudia”. En la tina del baño del departamento, Martín
Rodríguez asesinó a “La Claudia” y luego se dedicó a destazarlo. Colocó los
restos en tres bolsas de plástico negras y lo tiró a la basura en un terreno
baldío, donde la policía los encontró días después.
Martín Quintana
Rodríguez, “El Hombre de Constanzo”
En junio de
1988, Constanzo se vio envuelto en una operación de tráfico de drogas que salió
mal. Él y los demás escaparon apenas de una trampa policial en Houston (Texas),
dejando abandonado un valioso cargamento por valor de veinte millones de
dólares y un altar con velas y hierbas aromáticas que encontró la policía
estadounidense. Este fracaso socavó seriamente la autoridad del brujo.
Para rehacer su
imagen participó en varios ajustes de cuentas. Un ex policía de Matamoros,
César Sauceda, estaba poniendo en peligro los negocios de la Familia al revelar
a bandas rivales cómo los Hernández les engañaban. Mientras tanto, Constanzo
había convencido a Elio de que le dejara usar una barraca del rancho Santa
Elena para sus rituales. Era un buen sitio donde guardar los necesarios
artilugios, incluyendo la nganga y su contenido. Sauceda fue raptado y
conducido al rancho, pero Elio perdió su sangre fría y lo mató con una ráfaga
de ametralladora, en vez de sacrificarlo según las normas del rito del Palo
Mayombe.
El rancho Santa
Elena
La tierra del
rancho vio muchos más asesinatos, ya que Constanzo se esforzaba por restablecer
su autoridad. El negocio empezó a florecer de nuevo gracias a los contactos
mexicanos de Constanzo sin tener que recurrir a la rama estadounidense de la
Familia. Era la primavera de 1989, y Constanzo ordenó a sus secuaces que le
consiguieran “un inglés” para llevar a cabo los rituales que los protegerían al
norte de la frontera. Los “ingleses”, nombre dado por los miembros del culto a
los estadounidenses, eran los preferidos para estos menesteres, dado que sus
almas ayudaban a controlar las de los blancos vivos. Los estudiantes
universitarios estaban disfrutando por entonces de unas cortas vacaciones.
El martes 15 de
marzo de 1989, el joven estudiante Mark J. Kilroy aún no había cruzado la
frontera de Matamoros para volver a Estados Unidos. La ciudad fronteriza
mexicana seguía llena de juerguistas pasándoselo en grande. Sobre todo
universitarios de Texas disfrutando de los típicos días de asueto de primavera.
Las borracheras se habían prolongado durante varios días sin parar. Mark Kilroy
y tres de sus amigos de Santa Fe, Bradley Moore, Bill Huddleston y Brent
Martin, estaban cansados y agradablemente contentos tras las infinitas rondas
de copas. Mark Kilroy, un estudiante de Medicina de veintiún años de la
Universidad de Texas, parecía estar cosechando un tardío éxito con una chica.
Se trataba de una preciosidad que acababa de participar en un concurso para
elegir a “Miss Morena”, celebrado a mediodía en la playa de South Padre, un
centro de veraneo situado en la zona estadounidense.
Mark Kilroy: el
cordero del sacrificio
A las 02:00
horas de la madrugada, la gente empezó a retirarse. Los cuatro amigos, agotados
y con una buena borrachera, decidieron dar la fiesta por terminada. Salieron
del local donde se encontraban. El aire de la noche era fresco y agradable. Se
unieron a la tambaleante procesión de muchachos que se dirigía hacia el puente
que marca la frontera entre México y Estados Unidos. Bill Huddleston, el mejor
amigo de Mark, tuvo que pararse en un oscuro callejón para orinar. Al volver,
vio a Mark caminando en medio del gentío. Parecía estar hablando con un joven
mexicano; era Sergio Martínez Salinas, un miembro del grupo de Constanzo.
Bradley Moore y Brent Martin caminaban adelante en dirección al puente y Bill
fue hacia ellos. A partir de ese momento la fiesta se transformó en una
pesadilla.
Bradley Moore,
Bill Huddleston y Brent Martin: los amigos de Mark Kilroy
El mexicano
empezó a hablar con Mark sin que nadie se lo hubiera pedido. “¿Quieres dar un
paseo?”, le dijo. Cerca había estacionada una camioneta y otro mexicano estaba
sentado al volante. Los estudiantes estadounidenses preferían no mezclarse con
los hombres de Matamoros. Solían ser tipos duros que conocían bien la ley de la
calle. Pero la negativa de Mark no fue lo suficientemente rápida. El alcohol y
el cansancio pudieron con él. Los mexicanos se dieron cuenta de que titubeaba;
lo cogieron en volandas, lo metieron en la camioneta y el vehículo desapareció
de la bulliciosa calle. Mark se dio cuenta de que corría peligro. El conductor
se detuvo en un callejón para orinar y Mark aprovechó el momento; se zafó de
sus dos guardianes, saltó de la camioneta y echó a correr. Pero no se había
fijado en que otra camioneta Chevrolet los seguía. Dos tipos se bajaron y
volvieron a atraparle. Le metieron a empujones en la Chevrolet y lo amenazaron
con una navaja. Se hospedaron en el Hotel Del Prado, de donde Kilroy casi se
escapó por segunda ocasión.
Mark Kilroy días
antes de su muerte
Sus amigos
empezaron a preocuparse cuando vieron que no aparecía en el puente. Regresaron
a México y recorrieron las calles y bares de la ciudad, hasta que se hizo de
día. A estas alturas estaban muertos de cansancio y se fueron a dormir unas
horas a una habitación de hotel de South Padre antes de rellenar un impreso de
personas desaparecidas en la agencia del Ministerio Público. A la mañana
siguiente, en Matamoros, notificaron la desaparición en el consulado
estadounidense. Después llamaron a los padres de Mark en Santa Fe, Helen y Jim
Kilroy, y les dijeron que su hijo se había perdido en México.
Las dos
camionetas recorrieron kilómetros a través del campo hasta detenerse frente a
un grupo de endebles barracas en una granja. Mark Kilroy fue obligado a
permanecer sentado en una vieja hamaca. Llegaron más hombres; algunos llevaban
armas automáticas. Sus esperanzas se desvanecieron. No había forma de escapar.
Pasaron las horas lentamente, y al alba, un anciano le dio un poco de agua y
una sartén con unos huevos revueltos. Los mexicanos le dijeron que no se
preocupara, que no le iba a pasar nada. Kilroy se pasó un buen rato rezando. A
las 12:00 horas, el joven seguía sentado en la hamaca. Poco después le
condujeron a una construcción de madera, y una vez dentro lo ataron de pies y
manos. Un olor a podrido enrarecía el ambiente. Nubes de ruidosas moscas se
agolpaban sobre algo que había en el fondo oscuro de la barraca.
Los guardias lo
obligaron a arrodillarse y lo amordazaron con cinta adhesiva pegada a los
labios. Alguien dio una orden, así que volvieron a arrastrarlo al exterior y lo
colocaron sobre una lona alquitranada extendida en el suelo. Detrás de él,
alguien levantó un machete y le propinó un golpe seco en la nuca. Mark Kilroy
murió al instante. Un miembro de la banda declaró después que el sonido del
machete impactando sobre la cabeza sonó como si “cascaras un coco”. Tras
asesinarlo, le extrajeron el cerebro y lo pusieron a hervir en la nganga, en la
propia sangre del chico. Le quitaron además la columna vertebral, con la cual
fabricaron amuletos y collares para protección. Le amputaron las piernas, le
quitaron la carne y la devoraron. Con un fragmento de la columna vertebral de
Kilroy, Constanzo se fabricó un alfiler de corbata que en adelante utilizó. Los
huesos del joven fueron colocados en cubetas vacías.
La noche del 5
de abril, David Serna Valdez, un homosexual apodado “El Coqueta”, se saltó, al
volante de un Chevrolet Silverado con placas de Texas, un control de carretera
montado por el Ejército Mexicano y la Policía Judicial Federal. Durante la
última semana la policía había estado vigilando las carreteras fronterizas con
la esperanza de atrapar a algún contrabandista de drogas. La Agencia Antidroga
Estadounidense (DEA) había movido los hilos en las altas esferas: Mark Kilroy
estaba emparentado con un Senador de los Estados Unidos y sus padres habían
visitado al entonces presidente de los Estados Unidos, George Bush, en la Casa
Blanca, pidiendo que se presionara a México para hallar a su hijo.
Al cabo de una
semana, los controles interceptaron enormes cantidades de cocaína y marihuana,
por valor de muchos millones de dólares. Los federales persiguieron al
Chevrolet por los polvorientos caminos del desierto hasta el rancho Santa
Elena. Allí consiguieron arrestar a Valdez y descubrieron una pequeña cantidad
de marihuana y cocaína, un mediano arsenal de pistolas, así como once vehículos
recién salidos de fábrica equipados con los más modernos teléfonos inalámbricos
y sistemas de radio. “El Coqueta” Valdez rebosaba literalmente de seguridad en
sí mismo. Alardeaba de que las armas de la policía no podían hacerle ningún
daño. Sin embargo, los agentes realizaron otra detención en aquel mismo lugar
por pura casualidad: un anciano que cuidaba el rancho. Le mostraron
rutinariamente una fotografía de Mark Kilroy y el hombre reconoció
inmediatamente al muchacho, a quien él mismo le había preparado una comida
hacía más o menos un mes.
Helen Kilroy,
madre de Mark
A través de los
números de serie de los teléfonos de los coches, los agentes obtuvieron una
lista de nombres y direcciones de lo que parecía ser una nutrida banda de
malhechores. En menos de dos días, la policía tenía bajo custodia a Sergio
Martínez, apodado “La Mariposa”; a Serafín Hernández Junior y a Elio Hernández
“El Pequeño Elio”. Se les sometió a un intenso y violento interrogatorio. Pero
al final, los bandidos realizaron declaraciones coincidentes. Todos hablaron de
un líder llamado Adolfo de Jesús Constanzo “El Padrino”, a quien describían como
“un brujo cubano” que les había iniciado en una serie de espeluznantes
sacrificios humanos, prometiéndoles inmunidad ante la policía, incluso ante las
balas de sus revólveres. Tal como dijera Valdez, todos consideraban que sus
almas habían muerto tras la detención.
Las herramientas
de tortura de Constanzo
También
desvelaron que el mago tenía una cómplice femenina, apodada “La Madrina” o “La
Bruja”, una muchacha mexicana, alta y bonita, con educación universitaria, que
participaba en los supuestos aquelarres y solía iniciar las sesiones de tortura
de las víctimas. Proporcionaron además el nombre de aquellos dos personajes:
Adolfo de Jesús Constanzo y Sara Aldrete.
Según su
testimonio, era Sara la que ejecutaba personalmente a las víctimas. Los
colgaban de una soga, de manera que pudieran agarrarse con las manos, luchando
para sobrevivir. Mientras se afanaban por respirar, bajaban la soga hasta un
caldero con agua hirviendo, y por el camino, supuestamente Sara les cortaba el
pene y las tetillas con unas tijeras. Después los cocían vivos, a fuego lento.
La agonía duraba varias horas. En alguna ocasión, alguno de ellos le abría el
pecho con un gran cuchillo y todavía vivo, le arrancaba parte del corazón de un
mordisco, mientras la víctima, todavía consciente y observando todo, gritaba de
dolor.
El martes 11 de
abril, un equipo de la Policía Judicial Federal se desplazó al rancho Santa
Elena junto con los miembros arrestados de la banda. Abrieron la puerta de la
maloliente barraca y encontraron todos los objetos normalmente empleados en
rituales de magia negra. En una de las paredes se apoyaba un altar improvisado,
engalanado con ristras de ajos y chiles verdes. Pequeñas cazuelas con objetos
rituales, abalorios, monedas, cabezas y cuellos de pollos y cabras
sacrificadas. Una de las cabezas de cabra estaba atravesada por un pequeño
tridente. También había cajas llenas de veladoras con la imagen de la Virgen de
Guadalupe, la advocación mexicana de la Virgen María.
El mugriento
suelo estaba salpicado de colillas de cigarrillo, botellas vacías de
aguardiente de caña y envoltorios de caramelos. La ignorante policía mexicana
pensó en un grupo de “adoradores del diablo”, así que declararon a los
periodistas que se trataba de narcotraficantes que practicaban el satanismo. Ni
siquiera tenían idea de lo que era la Santería. Los periódicos bautizaron de
inmediato a los criminales como “Los Narcosatánicos”, aunque no tuvieran
relación alguna con estas sectas.
Otros hallazgos
hicieron las delicias de los tabloides. En el centro de la barraca encontraron
la nganga de Constanzo, el gran caldero de hierro de unos setenta y cinco
centímetros de diámetro. Su contenido explicaba la peste y la gran cantidad de
moscas. El caldero contenía varios palos para remover la mezcla y una especie
de sopa espesa a base de sangre semicoagulada cocida con trozos de cerebro
humano, pedazos de tortuga, una cabeza de cabra, segmentos de espina dorsal
humana, huesos, vísceras de animales y una herradura. Estaba claro que allí
había tenido lugar más de un asesinato.
Los miembros de
la banda, enormemente excitados, fueron señalando las tumbas de las víctimas.
Trece muertos en nueve fosas. Uno de los cuerpos pertenecía a Gilberto Sosa, el
traficante con el cual Sara Aldrete había estado relacionada en Estados Unidos
antes de conocer a Constanzo; según los testimonios de sus acusadores, ella
misma había participado en su tortura y ejecución.
Luego, la
policía localizó el cadáver de Mark Kilroy a un metro de profundidad. Lo
desenterraron con la ayuda de una excavadora. Para la identificación resultó de
gran utilidad el certificado estomatológico del muchacho, ya que cuadraba con
los restos de dentición recuperados. El cuerpo estaba salvajemente mutilado,
como el de los demás sacrificados. Habían separado la cabeza del tronco para
poder extraer más fácilmente el cerebro, faltaban las articulaciones de los
dedos, los genitales y se le había extirpado la columna vertebral. Los otros
cuerpos mostraban, asimismo, señales de haber sido desollados.
Los cadáveres
enterrados en el rancho Santa Elena
La policía
volvió con Sergio Martínez para desenterrar el decimotercer cadáver en
presencia de las cámaras de televisión y los reporteros de prensa. Tras una
hora de excavación bajo el sol del desierto, apareció el cuerpo de un
muchachito de catorce años, al que le habían abierto el pecho doblando hacia
fuera el costillar; también le faltaba el corazón. Los detenidos siguieron
dando detalles de sus actividades. La policía dedujo que el cerebro de la banda
tenía que ser Constanzo. Pero este nombre causó una gran preocupación, ya que
se trataba de un sujeto con influencias. Conocía a gente importante, incluso a
jefes de policía y personalidades del Gobierno. Los federales también seguían
la pista de su sacerdotisa, Sara Aldrete.
Los federales
registraron la casa de Sara mientras desenterraban los últimos cadáveres en el
rancho. Su padre los condujo hasta el departamento, donde lo primero con lo que
se toparon en el cuarto de estar fue con un altar manchado de sangre. Estaba
rodeado de velas dedicadas a Changó y Santa Bárbara, y en una esquina del salón
la policía halló ropa de niño empapada en sangre.
Por la tarde del
mismo día en que “La Mariposa” había desenterrado el decimotercer cadáver
frente a las cámaras de televisión, el jefe de los federales, Benítez Ayala,
fue al rancho acompañado de su propio curandero. Ya estaba harto.
Los miembros de
la banda insistían en que había más cuerpos enterrados, pero Ayala, que solía
tener amuletos de la Santería en su mesa de despacho, puso fin a las
excavaciones y a la búsqueda de muertos. El curandero roció la barraca con agua
y pronunció sus sortilegios. Uno de los agentes vio a una paloma blanca
encerrada en una caja de cartón. Echó gasolina alrededor y le prendió fuego.
Mientras desaparecía engullida por una nube de humo negro y feroces llamas,
sostuvo en alto la paloma, viva y aleteando.
Constanzo y Sara
Aldrete no perdieron el tiempo; tenían que alejarse como fuera. Se reunieron en
Brownsville y volaron hasta Ciudad de México. Por el camino recogieron a otros
miembros de la banda. Los federales localizaron las agendas de Constanzo en su
departamento. Contenían nombres y fotografías de personalidades muy
importantes, la mayoría de los cuáles no se podían hacer públicos. Algunos de
ellos eran de artistas prominentes como Irma Serrano “La Tigresa”, el estilista
Alfredo Palacios, los cantantes Juan Gabriel, Yuri y Óscar Athié y la actriz
Lucía Méndez.
Algunos
involucraron además a prominentes políticos de Nuevo León, Tamaulipas,
Veracruz, Oaxaca y la Ciudad de México; otros clientes eran Salvador Vidal
García Alarcón, agente federal; Fausto Valverde Salinas, director de la
División Antinarcóticos de la Procuraduría General de la República; Guillermo
González Calderoni, comandante de la Policía Judicial Federal; y Carlos Armendáriz
Guevara. Según los rumores, la red de corrupción de Constanzo llegaba hasta la
Presidencia de la República. Se estableció una especie de carrera entre
diferentes cuerpos policiales para capturar al cubano. Un montón de gente
influyente tenía buenas razones para que el brujo desapareciese cuanto antes.
En los fastuosos
automóviles que habían comprado durante la época de bonanza, Constanzo, Sara y
otros miembros de Matamoros y la Ciudad de México formaron una caravana con
dirección a la ciudad de Cuernavaca (Morelos), a unos ciento veinte kilómetros
al sur de la capital. No les faltó el dinero: consiguieron lo necesario
chantajeando a los conocidos de la costa.
El grupo siguió
huyendo durante tres semanas mientras Constanzo se la pasaba monitoreando los
periódicos y los noticieros de televisión, donde su fotografía y la de Sara
Aldrete se reproducían interminablemente; el asunto ya era un escándalo
internacional y las autoridades de Estados Unidos exigían su captura por medio
del fiscal Jim Mattox, quien inclusive había viajado hasta Matamoros para
observar la nganga que contenía los restos del cerebro de Mark Kilroy.
Finalmente, Constanzo y su comitiva regresaron a la Ciudad de México y se
escondieron en el departamento de un amigo en la Colonia Roma.
El fiscal Jim
Mattox observa la nganga con los restos cocinados de Mark Kilroy
El 5 de mayo, un
soplón de la policía informó a los federales que había visto a una mujer
comprando gran cantidad de víveres en una tienda de ultramarinos y pagando con
efectivo. La policía ya había recibido una llamada anónima de una mujer
denunciando que la banda la estaba obligando a ayudarles.
Al día
siguiente, los mismos agentes que en el pasado habían mantenido relaciones
serviciales con Constanzo, se dispusieron a silenciarlo para siempre. Poco
antes del mediodía, uno de los vigías apostados por el palero detectó a unos
policías vestidos de civil en coches privados. Constanzo se asomó a la ventana
para confirmarlo. Un grupo de agentes fuertemente armados se disponían a tomar
posiciones.
Viéndose
perdida, Sara Aldrete se encerró en un cuarto y rompió la ventana a patadas: su
intención era fingir que estaba secuestrada por Constanzo y su grupo. Arrojó
por la ventana un papel donde había escrito: "Por favor, llamen a la
policía judicial y díganles que en este edificio están los que buscan. Díganles
que tienen a una mujer como rehén. Se lo ruego, porque lo que más quiero es
hablar, o matarán a la chica".
Mientras
trataban de controlar a la chica, otro miembro del grupo, Álvaro de León Valdéz
"El Dubi”, perdió la calma, tomó su arma y disparó una ráfaga de AK-47 por
la ventana. Los federales respondieron al fuego con ametralladoras. Constanzo
enloqueció al verse atrapado. Gritaba que el poder del Palo Mayombe lo había
hecho invulnerable a las balas e inmortal. Tomó fajos de billetes y los arrojó
por la ventana; la gente que estaba en la calle corrió a recoger el dinero,
dificultando la labor de los federales. Constanzo amontonó el dinero restante
sobre la estufa y le prendió fuego. Entonces se volvió hacia los demás y gritó:
“¡A morir todos!”
Álvaro de León
Valdéz “El Dubi”, el más violento del grupo, continuó la lucha contra la
policía. Constanzo cogió a uno de sus amantes masculinos, Martín Quintana, y se
metió con él en el guardarropa. Tras abrazarle, le ordenó a “El Dubi” que les
disparara, pero éste no entendía la orden. Constanzo se levantó y lo abofeteó,
repitiéndole la indicación. Acto seguido, los dos recibieron una lluvia de
balas de la AK-47. Constanzo y su amante terminaron muertos en el clóset.
El cadáver de
Constanzo abrazado a Martín Quintana
La policía
capturó a Álvaro de León Valdez “El Dubi”, a Omar Orea Ochoa y a Sara Aldrete.
“El Dubi” fue condenado a treinta años de prisión por el asesinato de Constanzo
y Quintana en agosto de 1990. Sara Aldrete fue absuelta de esos cargos; pero se
la sentenció a seis años de reclusión por “asociación criminal” y a cincuenta
años de prisión por el homicidio de Mark Kilroy; en ese momento, Sara Aldrete
tenía apenas veinticuatro años.
“El Pequeño
Elio”, Serafín Junior, David Serna Valdez y Sergio Martínez Salinas “La
Mariposa” esperaron durante años el juicio por los asesinatos rituales del
rancho Santa Elena, los cargos de tráfico de drogas y contrabando de armas.
Quedaron internados en la cárcel de Matamoros, viviendo en medio del lujo.
Sara Aldrete se
convirtió en una celebridad oscura. Alternaba violentas protestas y
afirmaciones de su inocencia con detallados informes sobre lo ocurrido en el rancho
Santa Elena. Permaneció un tiempo en el apando, y fue torturada y vejada por
los policías.
Según sus
propias declaraciones, la violaron siete agentes, le quemaron la vagina con
descargas eléctricas hasta carbonizarle una parte, la mantuvieron encadenada
más de dos meses a una cama, le metieron la cabeza en agua con chile, le
aplicaron choques eléctricos en diferentes partes del cuerpo, le arrancaron
uñas.
En la cárcel
escribió sus memorias, un libro titulado Me dicen la Narcosatánica, donde se
dedica a matizar su participación en la banda de Constanzo como un peón
involuntario, una chica inocente que nunca supo de lo que se trataba el grupo y
que fue prácticamente “secuestrada” por Constanzo.
Sara Aldrete con
su perro
Con el tiempo y
siguiendo su ejemplo, todos los acusados afirmaron que sus declaraciones fueron
forzadas bajo tortura policial. También lanzó un website y publicó un correo
electrónico para que la gente se pudiera comunicar con ella. Todo el tiempo de
su reclusión, lució un nuevo talismán: un dije con forma de llave colgada al
cuello, regalo de su madre.
Sara Aldrete
concedió entrevistas a periódicos, revistas y programas de televisión mexicanos
y extranjeros, participó en concursos de pastorelas, produjo obras de teatro
(entre ellas una adaptación de El gesticulador, de Rodolfo Usigli), fundó el
grupo teatral “Il Bagatto”, se inscribió en un taller de literatura y ganó
certámenes carcelarios. También inició la biblioteca de la prisión,
consiguiendo donaciones de libros.
El tercer
miembro de la banda que participó en el tiroteo de Ciudad de México, Omar Orea
Ochoa “La Dama de Constanzo”, murió el 7 de febrero de 1990 de un ataque al
corazón, tras padecer SIDA durante años en un hospital penitenciario.
Su hermana, Sara
Patricia Orea Ochoa, se convirtió en Magistrada en Materia Penal del Tribunal
de Justicia del Distrito Federal en 2008. Curiosamente, ella comenzó su carrera
a mediados de los ochenta con Abraham Polo Uscanga, quien en 1989 trabajaba
como Subprocurador de Averiguaciones de la Procuraduría General de Justicia del
Distrito Federal y quien presentó a la prensa a toda la banda seguidora de
Constanzo después de su aprehensión. Abraham Polo Uscanga fue asesinado en 1995
en extrañas circunstancias.
El Gran Jurado
de Estados Unidos emitió órdenes de arresto y publicó acusaciones oficiales
contra los miembros de la banda involucrados en el tráfico de drogas y en la
muerte de Mark Kilroy.
Los artistas,
políticos e intelectuales vinculados con Constanzo, siempre negaron tener
cualquier relación con él. Esto pese al hallazgo de una libreta donde constaban
los nombres de todos ellos, los trabajos que Constanzo les había realizado y
las cantidades de dinero que había recibido. El rancho Santa Elena pasó a ser
propiedad del gobierno mexicano. Permanece vacío y sin labrar, ya que nadie
quiere acercarse por allí.
El rancho Santa
Elena, incendiado
El caso de
Adolfo de Jesús Constanzo y Sara Aldrete inspiró un video home muy deficiente
titulado Los Narcosatánicos, así como la película Perdita Durango, del director
Alex de la Iglesia.
Los crímenes de
Constanzo motivaron también varias canciones, libros y sitios de Internet. Los
padres de Mark Kilroy iniciaron una fundación con el nombre de su hijo, para
combatir las adicciones en jóvenes. Su padre escribió además un libro sobre su
experiencia. La Fundación Mark Kilroy sostiene un website y hace eventos
regularmente. Sara Aldrete continúa en prisión, sosteniendo su inocencia.