lunes, 3 de junio de 2013

Adolfo de Jesús Constanzo y Sara Aldrete: "Los Narcosatánicos"

“Santería” significa literalmente “La adoración de los santos”. A semejanza del vudú haitiano, se trata de una religión sincrética. Es decir, adopta la apariencia exterior de una creencia moderna para disimular otra religión mucho más antigua, poblada de viejos dioses y rituales. Esto permite una convivencia pacífica entre las religiones establecidas y el culto real subyacente. Tanto en la Santería como en el vudú, los dioses proceden de África. Pervivieron en la memoria de los esclavos negros, que los ocultaron de sus amos blancos por el sencillo método de dar un nombre cristiano a cada deidad africana. Actualmente, la diferenciación entre ambos lenguajes y grupos de deidades ya no es tan nítida como hace años. En Haití, el verdadero vudú no tiene relación con las figurillas ensartadas con alfileres o los zombies que tanto gustan a los directores de cine de Hollywood. El vudú o vodún, que quiere decir “espíritu” en el lenguaje fon, es una religión que asocia los espíritus, los elementos y las pasiones.

 

Cuba es el centro de la Santería, pero en toda Iberoamérica, las islas del Caribe y Norteamérica, la gente consulta a los santeros en relación con innumerables problemas. Los rituales pueden consistir en un sencillo regalo a la sacerdotisa para que efectúe un sortilegio, o en una celebración masiva con cientos de participantes, horas y horas de baile ininterrumpido y trances. Los sacrificios de sangre se realizan normalmente con pollos, gallinas o gallos negros que se decapitan durante la ceremonia. Como casi todas las creencias mágicas, la Santería cuenta con un lado oscuro para complementar la magia blanca. Una de estas zonas es la del Palo Mayombe. Mediante el Palo se intenta establecer una relación más estrecha entre el mundo real y el espiritual gracias al empleo ritual de partes del cuerpo humano sustraídas de las tumbas. Algunas veces, el “palero” alimenta un caldero ritual llamado nganga con su propia sangre. Entonces, el caldero ritual tiende a desarrollar una “gran sed” que debe ser saciada con sacrificios humanos.

 

La casa de Adolfo de Jesús Constanzo en Miami

 
Adolfo de Jesús Constanzo González nació el 1 de noviembre de 1962 en Miami, Florida (Estados Unidos). Era hijo de una pareja de cubanos que acababan de huir de la revolución castrista. Fue creciendo y adquiriendo hábitos poco habituales en un niño: era excepcionalmente serio, muy limpio y extraordinariamente meticuloso. Su padre desapareció al cabo de un año; él, su madre y su abuela se trasladaron a Puerto Rico, donde Constanzo disfrutó de un padrastro rico, un negociante puertorriqueño. Pero a la edad de diez años, tras mudarse a Miami, también perdió a su padrastro.



El joven Adolfo de Jesús Constanzo
 

Su madre, Delia González del Valle, se casó por tercera vez, pero tampoco duró mucho este matrimonio. En la comunidad cubana de Miami todo el mundo sabía que la madre de Adolfo era una sacerdotisa de Palo Mayombe, al igual que su abuela lo había sido en Cuba. Delia realizaba encantamientos y rituales para los vecinos, y entrenó a su hijo para transformarlo en el poderoso mago que ella creía que era. Constanzo era muy guapo; a los catorce años se acostó con una chica un poco mayor que él y tuvo un hijo.



Delia González del Valle
 

Constanzo empezó a proporcionarle clientes a su madre y fue ganándose la reputación de médium, de oráculo y de brujo capaz de predecir el futuro leyendo los astros. En 1983, a los veintiún años, él y su madre se mudaron a la Ciudad de México, donde le habían ofrecido un trabajo de modelo. Allí hizo muchos amigos y realizó contactos, especialmente entre el submundo homosexual de la ciudad. Entretanto, su fama como sacerdote de Santería, curandero y profeta fue creciendo. La clase alta mexicana, los artistas e intelectuales, y sobre todo los políticos y narcotraficantes, empezaron a recurrir a sus poderes para asegurar el buen fin de los negocios de drogas. Sus ingresos se multiplicaron e incluso la policía lo consultaba.



Durante esta época, su madre le envió a perfeccionarse con otro santero llamado “El Grande”. Al volver de su período de estudio, Constanzo introdujo en sus ritos los sacrificios humanos. Había penetrado en el lado oscuro del Palo Mayombe. El atractivo aspecto de Adolfo y su magnetismo personal le hicieron irresistible para ambos sexos. Constanzo recorrió el camino del Palo Mayombe hasta el final, practicando los sacrificios humanos, la antropofagia y la tortura.


Los seguidores de Constanzo, a quien conocían como “El Padrino”, se entregaban a él en cuerpo y alma porque el cubano los embelesaba con promesas de riqueza y enormes ganancias, todo ello aliñado con una forma de actuar violenta y vengativa. La ligazón con la que los ataba se convertía así en un auténtico pacto de sangre. Sabía lo perturbador que podía resultar la mezcla formada por la concesión de favores sexuales y el castigo violento. Sus devotos quedaban así totalmente desorientados. Constanzo era un manipulador nato, un maestro en explotar las debilidades físicas de los seres humanos, aprovechándolas para llevar a cabo sus planes.

Sara María Aldrete Villareal nació el 6 de septiembre de 1968 en Matamoros, Tamaulipas (México), donde creció. Se casó a los dieciocho años y se divorció a los veinte. En 1985 se matriculó en el Texas Southmost College para cursar un peritaje de dos años en educación física. Era alta, atlética, de casi 1.80 de estatura, y llamaban la atención sus grandes ojos. El Southmost College se encuentra en Brownsville, al otro lado del puente que separa Matamoros de Estados Unidos.


Sara Aldrete
 

Allá, Sara se relacionó con un narcotraficante llamado Gilberto Sosa, con quien mantuvo una relación amorosa. Cada fin de semana Sara Aldrete volvía a México, a casa, donde a finales de 1986 conoció a Constanzo. Su Grand Marquis se topó con el vehículo de Sara Aldrete. Los amigos de Constanzo se pusieron a increparla, pero él la invitó cortésmente a tomar un café y de paso le leyó las cartas del tarot. Le predijo que alguien muy cercano le contaría un problema y que ella no sabría cómo ayudarle.

En su libro de memorias Me dicen la Narcosatánica, Sara Aldrete narra su primer encuentro con Constanzo:

“(Constanzo y otros dos venían en un Grand Marquis), pasándose el camellón (la banqueta era baja). Aceleré, pero en seguida me alcanzaron. Me hacían señales de que me parase. Yo negaba con la cabeza. La adrenalina se empezó a apoderar de mí. La misma sensación que sentía de pequeña cuando me iba detrás de los sepelios, rumbo al panteón. Me acercaba al féretro antes que lo bajaran al hoyo, y veía la cara del muertito para identificarlo entre los deudos. Cuando lograba encontrar al muerto entre la gente, el corazón daba un brinco hasta la garganta. Lo acompañaban otros difuntos que ya había visto en anteriores sepelios. Me paraba en las tumbas más altas, me trepaba hasta las estatuas, ya fueran cruces o ángeles, o sólo unos bloques con las leyendas ya conocidas: ‘Aquí yace el cuerpo de equis. Te recordamos con amor y cariño, tu esposa e hijos’, etcétera. Ese tipo de sepulcro era el más propicio porque no tenía que hacer malabares para ver.


“En ocasiones, al igual que los dolientes, yo también lloraba por esos pobres seres que se quedaban en la Tierra y no querían dejar ir al que ya estaba del otro lado, y al que yo sí podía ver. Eternamente me han gustado los cementerios. De toda la vida me ha fascinado la luna y su luz intensa en las tumbas blancas. Siempre he tenido fascinación por lo desconocido. Es una atracción que me inunda el alma, el espíritu, y me explota por el cuerpo, como una fuente de lucecitas. Nací extraña. Crecí extraña. Y sigo siendo extraña. Es una sensación de calor que me sube desde los pies hasta los cabellos y, en ocasiones, me baja como una corriente eléctrica, de los cabellos hasta las plantas de los pies. Unos conocedores de lo paranormal que visité durante un congreso en Matamoros consideraron que esa sensación es mi ser etéreo que se quiere desprender del corporal. O como me lo diría el médico: ‘No, hija, es tu adrenalina provocada en equis circunstancias’. Es como algo caliente que me hace querer escupir el corazón.



“El conductor del Grand Marquis me provocó esa sensación. De pronto, me cerró el paso. Casi choca su auto contra el mío (…) Se bajó del coche y se acercó a mi ventana. Cerré los seguros y subí los vidrios. Mi corazón... Se acercó más al vidrio, lo tocó con sus dedos, indicándome que lo bajara. Le dije que no. ‘Ándale, bájalo. No te voy a hacer daño, niña. Sólo quiero hablar contigo’. Su acento era cubano o puertorriqueño. De entre su camisa salieron collares de muchos colores, como los de Elenita la Negra. Como los que usan los santeros en la religión yoruba y lucumí. Lo sabía, porque estaba estudiando para elaborar un trabajo que quería presentarle al profesor de Antropología en la Universidad, con quien me identificaba mucho. Hasta la fecha le guardo admiración porque comprendía y entendía a cada uno de los que platicábamos con él, dentro y fuera de las aulas. Allí, enfrente de mí, tocando en mi ventana, estaba la oportunidad de terminar mi investigación.


“Los claxonazos nos urgían a tomar una determinación. Su coche atravesaba el paso del mío. A señas, le indiqué que nos estacionáramos más adelante, a un lado de la avenida. Se fue a su auto e hizo las maniobras para enderezarse. Se puso en marcha y se estacionó a un lado de la avenida. Yo me seguí de largo; lo pensé mejor y volvió a darme miedo. Él me persiguió y pensé que, después de todo, lo mejor era parar y hablar de una vez por todas. O continuaría persiguiéndome por toda la ciudad, tan pequeña. Me estacioné y él puso su coche frente al mío. Adolfo (Constanzo) era guapo. Atractivo. Alto (más allá del 1.80). Corpulento. Ojos claros, casi verdes, cabello castaño muy claro; facciones delicadas, muy finas para ser tan recio. Sonrisa cautivadora. Mirada hipnotizante. Extraordinariamente enigmático (…) También traía una medalla de una santa con una copa, Santa Bárbara Bendita, Changó (…) (Me dijo) ‘¿Qué quieres saber? ¿Si has encontrado al amor de tu vida? Está enfrente de ti. Me llamo Adolfo. Adolfo de Jesús Constanzo’. Y tomé su mano para recibir su saludo de presentación”.


A las dos semanas, el novio de Sara, Serafín Hernández Junior, le confió que una rama de la Familia a la que servía dosis de droga se estaba hundiendo. La chica llamó a Constanzo para contarle que su predicción se había cumplido. Él pareció muy interesado en el tema. Conocía el poder y la riqueza de la que alardeaban los capos de la droga en México y le interesaba quedarse con un trozo del pastel. Sara terminó enamorándose de Constanzo y Serafín no se inmutó: él también estaba cayendo lentamente bajo el encanto del misterioso curandero de acento cubano.


Constanzo tenía una mansión en un barrio exclusivo de Monterrey (Nuevo León) y además frecuentaba constantemente el Palacio de Gobierno de esa entidad mexicana. Por su parte, la familia Hernández se dedicaba al contrabando de licores y al tráfico de drogas. El negocio estaba dividido en dos ramas. El padre de Serafín operaba al norte de la frontera y fue arrestado en febrero de 1987. Entretanto, Serafín Junior trabajaba en Matamoros para su tío Elio Hernández Rivera, “El Pequeño Elio”.


Elio Hernández Rivera “El Pequeño Elio”
 

Este último había ampliado el negocio al contrabando de automóviles y armas, y a frustrar las operaciones de otras bandas para hacerse con su parte del negocio. Esta actividad resultaba extremadamente peligrosa, sobre todo en lo referente a la cocaína y los narcotraficantes colombianos, que aún eran controlados por Pablo Escobar Gaviria. Bajo estas fuertes tensiones la familia estaba perdiendo la unidad, pero en ese preciso momento Constanzo apareció en escena.



“Meses después, en marzo, conocería su casa. Cuando vine a acompañar a Elio. Adolfo (Constanzo), muy orgulloso, me mostró todas sus adquisiciones italianas y egipcias; obras de arte. Su cuarto detrás de los espejos. Esa casa la cuidaba Álvaro de León Valdéz, alias ‘El Dubi’ (quien era estilista, pero un hombre muy violento). Cuando abrió el espejo, la puerta, entramos a una gran caja de seguridad. En realidad, era toda la habitación. Había muchísimos billetes, atados con ligas, de diferentes denominaciones. ‘No son falsos, güera’, me señaló Adolfo. Había dólares, joyas, piedras preciosas en bruto. Varias pinturas al óleo. Y lingotes de oro que parecían tener un sello de banco.


“Omar y Martín estaban esperándonos cuando salimos de la caja de seguridad. ‘No pienses mal. Todo este dinero lo he ganado a pulso, con mi trabajo. Mira, aquí llevo mis cuentas’. Vi un libro con muchos nombres y cantidades. (Me dijo): ‘La Santería es cara. Hay que comprar animales para darle de comer a los santos, onchas. Yo soy ñañigo y a los ñañigos nos respetan mucho por el poder que tenemos. Soy palero, del Palo Mayombe. Y también tengo que darle de comer a la nganga donde están mis eggun (muertos). Comen y comen bien. Les gusta estar bien atendidos. Les gusta la sangre de chivo y el buen aguardiente y habanos finos. Y eso cuesta. Tengo que pagar derechos, permisos en los diferentes lugares donde debo trabajar. Todos cobran. Y si no se les paga, los orishas se enojan, se ponen bravos. Aparte tengo que comprar las hierbas. Ésas las compro en el Mercado de Sonora. Las hierbas curan porque ellas solas son brujas, curadoras, pero con un poco de trabajo, de magia, curan para siempre. Mira, güera, donde quiera anda el espíritu, por todas partes. Donde menos lo crees, está. A todas horas’.

  
La nganga de Constanzo
 

Tras un corto tiempo como amante de Sara dejó de verse con ella y le ordenó que empleara sus encantos en seducir a “El Pequeño Elio”. Sara ya participaba activamente en los sacrificios rituales orquestados por Adolfo; se encargaba de iniciar la tortura de las víctimas. A principios de 1988 empezó a acostarse con el tío de Serafín. Este incluso se encargó de presentárselo. No pasó mucho tiempo hasta que “El Pequeño Elio” estuvo convencido de que lo que necesitaba para evitar la disgregación de la Familia eran los servicios de un poderoso brujo. Era la oportunidad que Constanzo había estado esperando.



Mientras Sara lo esperaba cerca de allí, Constanzo desayunó con Elio en un restaurante Vips de la Ciudad de México, donde le dijo que podía iniciarle en los rituales secretos, que era un verdadero superdotado para el sacerdocio de la Santería y lo bautizó haciéndole incisiones en los hombros, en la espalda y en el pecho; después lo “rayó” para iniciarlo en el Palo Mayombe. Sara, Constanzo y Elio se transformaron en la infernal trinidad que dirigiría la banda. No obstante, los únicos autorizados a realizar asesinatos rituales eran Elio y Constanzo.



Sara Aldrete recuerda así el ritual de iniciación:
 
“(Adolfo Constanzo me dijo): ‘A ti te debo proteger. Te voy a presentar ante mi eggun. Te voy a hacer un rayado para protegerte de todo mal, pues me vas ayudar a hacer unos trabajitos que tengo pendientes. Necesito a alguien como tú. No debes tener miedo. Todo va a salir bien. Ven, vamos. Te voy a llevar al cuarto del muerto’. He olvidado todo lo que vi en el cuarto de los espejos. Mi interés creció al escuchar que me presentaría a su eggun. ‘Oye, pero ¿no estás reglando?’, me preguntó. ‘Es que si estás en tus días no debes entrar a verlo. Por eso es muy difícil que una mujer pueda trabajar con la nganga. Y en muchos lados se les prohíbe la entrada a las mujeres a cualquier ceremonia’ (...) Mi curiosidad iba en aumento. El corazón me brincaba y las piernas se me debilitaban. Sudaba. Pero era muy sabroso sentirme así (…) Me encantó la idea de verme frente al ser tan poderoso que le trabajaba al gran Adolfo Constanzo. La respiración se me aceleraba. Abrió el cuarto blanco, muy blanco, de paredes, piso y techo. Rosas rojas en una esquina. Cacerolas con hierros, cadenas y mil y una cosas. Y al frente, imponente, grandiosa y macabramente bella, la nganga.

  
“Se hincó y me hinqué a su lado. Habló en dialecto. Con gran respeto yo lo escuchaba. Veía las veladoras a los lados. Pasó un rato. Seguía sudando. Todo era tan extraño. Un olor a hierbas, alcohol y una mezcla extraña; tal vez era la sangre de los animales que le habían dado en sacrificio. Me empezó a tocar la cabeza. Y me checó en una tabla con signos: era su oráculo supremo. ‘El eggun me dice que debes protegerte. Yo debo protegerte. Te voy a hacer un rayado’. Fui a donde él estaba e hice las mismas señas que él ante el caldero. ‘No des la espalda al salir. Sal como yo’. Estaba helada, pero alegre. Había visto lo que nadie podía ver si no pertenecía a su religión, y yo aún no me metía y ya había entrado al cuarto sagrado. (Al otro día) Adolfo (Constanzo) me esperaba todo vestido de blanco y con todos sus collares puestos. Se veía increíblemente guapo y enigmático. ‘Sara, esto que te voy a hacer no se lo debes decir a nadie. No debes contar lo que veas o alcances a ver, pues va en contra de la religión. Es un bautizo para que nadie te pueda hacer daño. Se va a sacrificar un animal. No quiero que te asustes, pero es algo que debo hacer’. Vi que tenía dos costales, uno de gallos y otro con un chivito (…) ‘¿Lo vas a matar?’ ‘Sí, debo darle comida a la nganga. Te voy a tapar los ojos y los oídos con una venda. No te preocupes, nada te va a pasar’.

  
“Me metió a un cuarto y me rompió los pants que traía puestos. Me bañó. Me ordenó que me vistiera de blanco. Después de haber rezado y orado, habló en dialecto. Entramos al cuarto sagrado, me hincó y me empezó a vendar los ojos. Olía a habano. Me echaba humo encima. Me estaba mareando. Escuché voces que oraban en dialecto, en patois. Todo era tan mágico. Me empecé a atemorizar, aun dentro de la emoción por esas voces que escuchaba. Reconocí las voces de Adolfo (Constanzo) y la de Martín Rodríguez.


“Adolfo me daba indicaciones de lo que debía tocar y beber. Era alcohol. Me roció con él, al tiempo en que yo debía escupir el que tenía en la boca. Mucho después sentí un ardor especial en mis manos, en mis piernas, en mi pecho. Oí el quejido de un chivo. Adolfo me sacó de allí un momento y después me volvió a meter. Oraba y oraba pidiendo mi protección. Minutos después me quitó la venda de los ojos y me destapó los oídos. Me vi llena de sangre en el pecho, manos y piernas. ‘No te asustes, ya pasó. Estás protegida. Son pequeñas rayitas que el eggun quiere que tengas. Se te van a borrar. No son como las de mis ahijados. Esto es diferente’.

  
“Poco podía ver a mi alrededor. Hasta después me di cuenta de que ahí estaba Elio. Ya lo había rayado; le había hecho cruces y flechas con una navaja en la espalda, pecho y pantorrillas y luego le dijo: ‘Yo soy tu Padrino. Martín y Omar son tus mayordomos, Jorge y Damián son tus hermanos y Sara es como tu madrina. Debes cuidarla’. Mientras hablaba yo miraba a un gallo muerto y algo que parecía un chivo pequeñito. Elio estaba sangrando mucho; Adolfo me pidió que le echara cenizas del puro para que se la parara la sangre, pero yo me salí a vomitar.

  
“Alcancé a escuchar que los demás me dijeron que yo no servía para esas cosas. Para acallar cualquier protesta, Adolfo les dijo que yo era su esposa. Y se fue tras de mí. Yo me sentí muy importante. Ya estaba protegida por Adolfo de Jesús Constanzo. Sentía una fortaleza extraordinaria. Sensacional. No se lo conté a nadie. Era un gran secreto. Me dio un amuleto, un collar de cuentas de colores, rojo y blanco, que nadie debía tocar. Me lo puse junto a mi rosario que siempre tengo. Nadie. Pero antes del año caí en la cárcel y todos lo tocaron. Pasó por muchas manos en la Procuraduría. Y yo también”.

  
Constanzo con Omar Orea Ochoa, uno de sus amantes masculinos
 

El precio de Constanzo por restaurar los menguados poderes de la familia consistió en la mitad de las ganancias. Elio, mezclado en los sacrificios humanos del palero, aceptó. La familia se separó de los negocios de Texas. Perdió ese mercado y la infraestructura de distribución de droga, pero Constanzo le presentó a Elio a sus propios contactos mexicanos. Siguieron más y más sacrificios. Muchas de las víctimas procedían del mundillo homosexual frecuentado por el brujo. Dos de los favoritos de Constanzo solían atraer con engaños a homosexuales a los rituales: Omar Orea Ochoa “La Dama de Constanzo” y Martín Quintana Rodríguez, “El Hombre de Constanzo”.



Omar Orea Ochoa, “La Dama de Constanzo”
 

En 1988 ocurrió el primer caso sonado relacionado con Constanzo. En marzo, un travesti llamado Ramón Paz Esquivel, que se hacía llamar “Claudia Ivette Bojour” o “La Claudia”, fue arrestado por la policía. Era vendedor de antigüedades en la Zona Rosa de la Ciudad de México y entre sus clientes se contaba la actriz y cantante mexicana Irma Serrano “La Tigresa”; incluso trabajaba para ella. Su detención se debió a que vendía objetos robados.



Ramón Paz Esquivel “La Claudia”
 

A mediados de julio, “La Claudia” tuvo contacto con Constanzo. Se pelearon, el travesti quiso romperle una botella en la cabeza a Constanzo y esa fue su perdición: Martín Rodríguez, “El Hombre de Constanzo”, llevó a “La Claudia” al departamento de Salvador Gutiérrez o “Jorge Montes” en la Colonia Juárez; él le rentaba un cuarto de servicio a “La Claudia”. En la tina del baño del departamento, Martín Rodríguez asesinó a “La Claudia” y luego se dedicó a destazarlo. Colocó los restos en tres bolsas de plástico negras y lo tiró a la basura en un terreno baldío, donde la policía los encontró días después.



Martín Quintana Rodríguez, “El Hombre de Constanzo”
 

En junio de 1988, Constanzo se vio envuelto en una operación de tráfico de drogas que salió mal. Él y los demás escaparon apenas de una trampa policial en Houston (Texas), dejando abandonado un valioso cargamento por valor de veinte millones de dólares y un altar con velas y hierbas aromáticas que encontró la policía estadounidense. Este fracaso socavó seriamente la autoridad del brujo.



Para rehacer su imagen participó en varios ajustes de cuentas. Un ex policía de Matamoros, César Sauceda, estaba poniendo en peligro los negocios de la Familia al revelar a bandas rivales cómo los Hernández les engañaban. Mientras tanto, Constanzo había convencido a Elio de que le dejara usar una barraca del rancho Santa Elena para sus rituales. Era un buen sitio donde guardar los necesarios artilugios, incluyendo la nganga y su contenido. Sauceda fue raptado y conducido al rancho, pero Elio perdió su sangre fría y lo mató con una ráfaga de ametralladora, en vez de sacrificarlo según las normas del rito del Palo Mayombe.



El rancho Santa Elena
 



La tierra del rancho vio muchos más asesinatos, ya que Constanzo se esforzaba por restablecer su autoridad. El negocio empezó a florecer de nuevo gracias a los contactos mexicanos de Constanzo sin tener que recurrir a la rama estadounidense de la Familia. Era la primavera de 1989, y Constanzo ordenó a sus secuaces que le consiguieran “un inglés” para llevar a cabo los rituales que los protegerían al norte de la frontera. Los “ingleses”, nombre dado por los miembros del culto a los estadounidenses, eran los preferidos para estos menesteres, dado que sus almas ayudaban a controlar las de los blancos vivos. Los estudiantes universitarios estaban disfrutando por entonces de unas cortas vacaciones.


El martes 15 de marzo de 1989, el joven estudiante Mark J. Kilroy aún no había cruzado la frontera de Matamoros para volver a Estados Unidos. La ciudad fronteriza mexicana seguía llena de juerguistas pasándoselo en grande. Sobre todo universitarios de Texas disfrutando de los típicos días de asueto de primavera. Las borracheras se habían prolongado durante varios días sin parar. Mark Kilroy y tres de sus amigos de Santa Fe, Bradley Moore, Bill Huddleston y Brent Martin, estaban cansados y agradablemente contentos tras las infinitas rondas de copas. Mark Kilroy, un estudiante de Medicina de veintiún años de la Universidad de Texas, parecía estar cosechando un tardío éxito con una chica. Se trataba de una preciosidad que acababa de participar en un concurso para elegir a “Miss Morena”, celebrado a mediodía en la playa de South Padre, un centro de veraneo situado en la zona estadounidense.



Mark Kilroy: el cordero del sacrificio
 

A las 02:00 horas de la madrugada, la gente empezó a retirarse. Los cuatro amigos, agotados y con una buena borrachera, decidieron dar la fiesta por terminada. Salieron del local donde se encontraban. El aire de la noche era fresco y agradable. Se unieron a la tambaleante procesión de muchachos que se dirigía hacia el puente que marca la frontera entre México y Estados Unidos. Bill Huddleston, el mejor amigo de Mark, tuvo que pararse en un oscuro callejón para orinar. Al volver, vio a Mark caminando en medio del gentío. Parecía estar hablando con un joven mexicano; era Sergio Martínez Salinas, un miembro del grupo de Constanzo. Bradley Moore y Brent Martin caminaban adelante en dirección al puente y Bill fue hacia ellos. A partir de ese momento la fiesta se transformó en una pesadilla.



Bradley Moore, Bill Huddleston y Brent Martin: los amigos de Mark Kilroy
 

El mexicano empezó a hablar con Mark sin que nadie se lo hubiera pedido. “¿Quieres dar un paseo?”, le dijo. Cerca había estacionada una camioneta y otro mexicano estaba sentado al volante. Los estudiantes estadounidenses preferían no mezclarse con los hombres de Matamoros. Solían ser tipos duros que conocían bien la ley de la calle. Pero la negativa de Mark no fue lo suficientemente rápida. El alcohol y el cansancio pudieron con él. Los mexicanos se dieron cuenta de que titubeaba; lo cogieron en volandas, lo metieron en la camioneta y el vehículo desapareció de la bulliciosa calle. Mark se dio cuenta de que corría peligro. El conductor se detuvo en un callejón para orinar y Mark aprovechó el momento; se zafó de sus dos guardianes, saltó de la camioneta y echó a correr. Pero no se había fijado en que otra camioneta Chevrolet los seguía. Dos tipos se bajaron y volvieron a atraparle. Le metieron a empujones en la Chevrolet y lo amenazaron con una navaja. Se hospedaron en el Hotel Del Prado, de donde Kilroy casi se escapó por segunda ocasión.



Mark Kilroy días antes de su muerte
 

Sus amigos empezaron a preocuparse cuando vieron que no aparecía en el puente. Regresaron a México y recorrieron las calles y bares de la ciudad, hasta que se hizo de día. A estas alturas estaban muertos de cansancio y se fueron a dormir unas horas a una habitación de hotel de South Padre antes de rellenar un impreso de personas desaparecidas en la agencia del Ministerio Público. A la mañana siguiente, en Matamoros, notificaron la desaparición en el consulado estadounidense. Después llamaron a los padres de Mark en Santa Fe, Helen y Jim Kilroy, y les dijeron que su hijo se había perdido en México.



Las dos camionetas recorrieron kilómetros a través del campo hasta detenerse frente a un grupo de endebles barracas en una granja. Mark Kilroy fue obligado a permanecer sentado en una vieja hamaca. Llegaron más hombres; algunos llevaban armas automáticas. Sus esperanzas se desvanecieron. No había forma de escapar. Pasaron las horas lentamente, y al alba, un anciano le dio un poco de agua y una sartén con unos huevos revueltos. Los mexicanos le dijeron que no se preocupara, que no le iba a pasar nada. Kilroy se pasó un buen rato rezando. A las 12:00 horas, el joven seguía sentado en la hamaca. Poco después le condujeron a una construcción de madera, y una vez dentro lo ataron de pies y manos. Un olor a podrido enrarecía el ambiente. Nubes de ruidosas moscas se agolpaban sobre algo que había en el fondo oscuro de la barraca.


Los guardias lo obligaron a arrodillarse y lo amordazaron con cinta adhesiva pegada a los labios. Alguien dio una orden, así que volvieron a arrastrarlo al exterior y lo colocaron sobre una lona alquitranada extendida en el suelo. Detrás de él, alguien levantó un machete y le propinó un golpe seco en la nuca. Mark Kilroy murió al instante. Un miembro de la banda declaró después que el sonido del machete impactando sobre la cabeza sonó como si “cascaras un coco”. Tras asesinarlo, le extrajeron el cerebro y lo pusieron a hervir en la nganga, en la propia sangre del chico. Le quitaron además la columna vertebral, con la cual fabricaron amuletos y collares para protección. Le amputaron las piernas, le quitaron la carne y la devoraron. Con un fragmento de la columna vertebral de Kilroy, Constanzo se fabricó un alfiler de corbata que en adelante utilizó. Los huesos del joven fueron colocados en cubetas vacías.



La noche del 5 de abril, David Serna Valdez, un homosexual apodado “El Coqueta”, se saltó, al volante de un Chevrolet Silverado con placas de Texas, un control de carretera montado por el Ejército Mexicano y la Policía Judicial Federal. Durante la última semana la policía había estado vigilando las carreteras fronterizas con la esperanza de atrapar a algún contrabandista de drogas. La Agencia Antidroga Estadounidense (DEA) había movido los hilos en las altas esferas: Mark Kilroy estaba emparentado con un Senador de los Estados Unidos y sus padres habían visitado al entonces presidente de los Estados Unidos, George Bush, en la Casa Blanca, pidiendo que se presionara a México para hallar a su hijo.



Al cabo de una semana, los controles interceptaron enormes cantidades de cocaína y marihuana, por valor de muchos millones de dólares. Los federales persiguieron al Chevrolet por los polvorientos caminos del desierto hasta el rancho Santa Elena. Allí consiguieron arrestar a Valdez y descubrieron una pequeña cantidad de marihuana y cocaína, un mediano arsenal de pistolas, así como once vehículos recién salidos de fábrica equipados con los más modernos teléfonos inalámbricos y sistemas de radio. “El Coqueta” Valdez rebosaba literalmente de seguridad en sí mismo. Alardeaba de que las armas de la policía no podían hacerle ningún daño. Sin embargo, los agentes realizaron otra detención en aquel mismo lugar por pura casualidad: un anciano que cuidaba el rancho. Le mostraron rutinariamente una fotografía de Mark Kilroy y el hombre reconoció inmediatamente al muchacho, a quien él mismo le había preparado una comida hacía más o menos un mes.


Helen Kilroy, madre de Mark
 

A través de los números de serie de los teléfonos de los coches, los agentes obtuvieron una lista de nombres y direcciones de lo que parecía ser una nutrida banda de malhechores. En menos de dos días, la policía tenía bajo custodia a Sergio Martínez, apodado “La Mariposa”; a Serafín Hernández Junior y a Elio Hernández “El Pequeño Elio”. Se les sometió a un intenso y violento interrogatorio. Pero al final, los bandidos realizaron declaraciones coincidentes. Todos hablaron de un líder llamado Adolfo de Jesús Constanzo “El Padrino”, a quien describían como “un brujo cubano” que les había iniciado en una serie de espeluznantes sacrificios humanos, prometiéndoles inmunidad ante la policía, incluso ante las balas de sus revólveres. Tal como dijera Valdez, todos consideraban que sus almas habían muerto tras la detención.



Las herramientas de tortura de Constanzo
 

También desvelaron que el mago tenía una cómplice femenina, apodada “La Madrina” o “La Bruja”, una muchacha mexicana, alta y bonita, con educación universitaria, que participaba en los supuestos aquelarres y solía iniciar las sesiones de tortura de las víctimas. Proporcionaron además el nombre de aquellos dos personajes: Adolfo de Jesús Constanzo y Sara Aldrete.



Según su testimonio, era Sara la que ejecutaba personalmente a las víctimas. Los colgaban de una soga, de manera que pudieran agarrarse con las manos, luchando para sobrevivir. Mientras se afanaban por respirar, bajaban la soga hasta un caldero con agua hirviendo, y por el camino, supuestamente Sara les cortaba el pene y las tetillas con unas tijeras. Después los cocían vivos, a fuego lento. La agonía duraba varias horas. En alguna ocasión, alguno de ellos le abría el pecho con un gran cuchillo y todavía vivo, le arrancaba parte del corazón de un mordisco, mientras la víctima, todavía consciente y observando todo, gritaba de dolor.



El martes 11 de abril, un equipo de la Policía Judicial Federal se desplazó al rancho Santa Elena junto con los miembros arrestados de la banda. Abrieron la puerta de la maloliente barraca y encontraron todos los objetos normalmente empleados en rituales de magia negra. En una de las paredes se apoyaba un altar improvisado, engalanado con ristras de ajos y chiles verdes. Pequeñas cazuelas con objetos rituales, abalorios, monedas, cabezas y cuellos de pollos y cabras sacrificadas. Una de las cabezas de cabra estaba atravesada por un pequeño tridente. También había cajas llenas de veladoras con la imagen de la Virgen de Guadalupe, la advocación mexicana de la Virgen María.



El mugriento suelo estaba salpicado de colillas de cigarrillo, botellas vacías de aguardiente de caña y envoltorios de caramelos. La ignorante policía mexicana pensó en un grupo de “adoradores del diablo”, así que declararon a los periodistas que se trataba de narcotraficantes que practicaban el satanismo. Ni siquiera tenían idea de lo que era la Santería. Los periódicos bautizaron de inmediato a los criminales como “Los Narcosatánicos”, aunque no tuvieran relación alguna con estas sectas.


Otros hallazgos hicieron las delicias de los tabloides. En el centro de la barraca encontraron la nganga de Constanzo, el gran caldero de hierro de unos setenta y cinco centímetros de diámetro. Su contenido explicaba la peste y la gran cantidad de moscas. El caldero contenía varios palos para remover la mezcla y una especie de sopa espesa a base de sangre semicoagulada cocida con trozos de cerebro humano, pedazos de tortuga, una cabeza de cabra, segmentos de espina dorsal humana, huesos, vísceras de animales y una herradura. Estaba claro que allí había tenido lugar más de un asesinato.


Los miembros de la banda, enormemente excitados, fueron señalando las tumbas de las víctimas. Trece muertos en nueve fosas. Uno de los cuerpos pertenecía a Gilberto Sosa, el traficante con el cual Sara Aldrete había estado relacionada en Estados Unidos antes de conocer a Constanzo; según los testimonios de sus acusadores, ella misma había participado en su tortura y ejecución.


Luego, la policía localizó el cadáver de Mark Kilroy a un metro de profundidad. Lo desenterraron con la ayuda de una excavadora. Para la identificación resultó de gran utilidad el certificado estomatológico del muchacho, ya que cuadraba con los restos de dentición recuperados. El cuerpo estaba salvajemente mutilado, como el de los demás sacrificados. Habían separado la cabeza del tronco para poder extraer más fácilmente el cerebro, faltaban las articulaciones de los dedos, los genitales y se le había extirpado la columna vertebral. Los otros cuerpos mostraban, asimismo, señales de haber sido desollados.



Los cadáveres enterrados en el rancho Santa Elena
 


La policía volvió con Sergio Martínez para desenterrar el decimotercer cadáver en presencia de las cámaras de televisión y los reporteros de prensa. Tras una hora de excavación bajo el sol del desierto, apareció el cuerpo de un muchachito de catorce años, al que le habían abierto el pecho doblando hacia fuera el costillar; también le faltaba el corazón. Los detenidos siguieron dando detalles de sus actividades. La policía dedujo que el cerebro de la banda tenía que ser Constanzo. Pero este nombre causó una gran preocupación, ya que se trataba de un sujeto con influencias. Conocía a gente importante, incluso a jefes de policía y personalidades del Gobierno. Los federales también seguían la pista de su sacerdotisa, Sara Aldrete.



Los federales registraron la casa de Sara mientras desenterraban los últimos cadáveres en el rancho. Su padre los condujo hasta el departamento, donde lo primero con lo que se toparon en el cuarto de estar fue con un altar manchado de sangre. Estaba rodeado de velas dedicadas a Changó y Santa Bárbara, y en una esquina del salón la policía halló ropa de niño empapada en sangre.


Por la tarde del mismo día en que “La Mariposa” había desenterrado el decimotercer cadáver frente a las cámaras de televisión, el jefe de los federales, Benítez Ayala, fue al rancho acompañado de su propio curandero. Ya estaba harto.



Los miembros de la banda insistían en que había más cuerpos enterrados, pero Ayala, que solía tener amuletos de la Santería en su mesa de despacho, puso fin a las excavaciones y a la búsqueda de muertos. El curandero roció la barraca con agua y pronunció sus sortilegios. Uno de los agentes vio a una paloma blanca encerrada en una caja de cartón. Echó gasolina alrededor y le prendió fuego. Mientras desaparecía engullida por una nube de humo negro y feroces llamas, sostuvo en alto la paloma, viva y aleteando.



Constanzo y Sara Aldrete no perdieron el tiempo; tenían que alejarse como fuera. Se reunieron en Brownsville y volaron hasta Ciudad de México. Por el camino recogieron a otros miembros de la banda. Los federales localizaron las agendas de Constanzo en su departamento. Contenían nombres y fotografías de personalidades muy importantes, la mayoría de los cuáles no se podían hacer públicos. Algunos de ellos eran de artistas prominentes como Irma Serrano “La Tigresa”, el estilista Alfredo Palacios, los cantantes Juan Gabriel, Yuri y Óscar Athié y la actriz Lucía Méndez.



Algunos involucraron además a prominentes políticos de Nuevo León, Tamaulipas, Veracruz, Oaxaca y la Ciudad de México; otros clientes eran Salvador Vidal García Alarcón, agente federal; Fausto Valverde Salinas, director de la División Antinarcóticos de la Procuraduría General de la República; Guillermo González Calderoni, comandante de la Policía Judicial Federal; y Carlos Armendáriz Guevara. Según los rumores, la red de corrupción de Constanzo llegaba hasta la Presidencia de la República. Se estableció una especie de carrera entre diferentes cuerpos policiales para capturar al cubano. Un montón de gente influyente tenía buenas razones para que el brujo desapareciese cuanto antes.

En los fastuosos automóviles que habían comprado durante la época de bonanza, Constanzo, Sara y otros miembros de Matamoros y la Ciudad de México formaron una caravana con dirección a la ciudad de Cuernavaca (Morelos), a unos ciento veinte kilómetros al sur de la capital. No les faltó el dinero: consiguieron lo necesario chantajeando a los conocidos de la costa.


El grupo siguió huyendo durante tres semanas mientras Constanzo se la pasaba monitoreando los periódicos y los noticieros de televisión, donde su fotografía y la de Sara Aldrete se reproducían interminablemente; el asunto ya era un escándalo internacional y las autoridades de Estados Unidos exigían su captura por medio del fiscal Jim Mattox, quien inclusive había viajado hasta Matamoros para observar la nganga que contenía los restos del cerebro de Mark Kilroy. Finalmente, Constanzo y su comitiva regresaron a la Ciudad de México y se escondieron en el departamento de un amigo en la Colonia Roma.


El fiscal Jim Mattox observa la nganga con los restos cocinados de Mark Kilroy
 

El 5 de mayo, un soplón de la policía informó a los federales que había visto a una mujer comprando gran cantidad de víveres en una tienda de ultramarinos y pagando con efectivo. La policía ya había recibido una llamada anónima de una mujer denunciando que la banda la estaba obligando a ayudarles.



Al día siguiente, los mismos agentes que en el pasado habían mantenido relaciones serviciales con Constanzo, se dispusieron a silenciarlo para siempre. Poco antes del mediodía, uno de los vigías apostados por el palero detectó a unos policías vestidos de civil en coches privados. Constanzo se asomó a la ventana para confirmarlo. Un grupo de agentes fuertemente armados se disponían a tomar posiciones.


Viéndose perdida, Sara Aldrete se encerró en un cuarto y rompió la ventana a patadas: su intención era fingir que estaba secuestrada por Constanzo y su grupo. Arrojó por la ventana un papel donde había escrito: "Por favor, llamen a la policía judicial y díganles que en este edificio están los que buscan. Díganles que tienen a una mujer como rehén. Se lo ruego, porque lo que más quiero es hablar, o matarán a la chica".


Mientras trataban de controlar a la chica, otro miembro del grupo, Álvaro de León Valdéz "El Dubi”, perdió la calma, tomó su arma y disparó una ráfaga de AK-47 por la ventana. Los federales respondieron al fuego con ametralladoras. Constanzo enloqueció al verse atrapado. Gritaba que el poder del Palo Mayombe lo había hecho invulnerable a las balas e inmortal. Tomó fajos de billetes y los arrojó por la ventana; la gente que estaba en la calle corrió a recoger el dinero, dificultando la labor de los federales. Constanzo amontonó el dinero restante sobre la estufa y le prendió fuego. Entonces se volvió hacia los demás y gritó: “¡A morir todos!”


Álvaro de León Valdéz “El Dubi”, el más violento del grupo, continuó la lucha contra la policía. Constanzo cogió a uno de sus amantes masculinos, Martín Quintana, y se metió con él en el guardarropa. Tras abrazarle, le ordenó a “El Dubi” que les disparara, pero éste no entendía la orden. Constanzo se levantó y lo abofeteó, repitiéndole la indicación. Acto seguido, los dos recibieron una lluvia de balas de la AK-47. Constanzo y su amante terminaron muertos en el clóset.


El cadáver de Constanzo abrazado a Martín Quintana
 

La policía capturó a Álvaro de León Valdez “El Dubi”, a Omar Orea Ochoa y a Sara Aldrete. “El Dubi” fue condenado a treinta años de prisión por el asesinato de Constanzo y Quintana en agosto de 1990. Sara Aldrete fue absuelta de esos cargos; pero se la sentenció a seis años de reclusión por “asociación criminal” y a cincuenta años de prisión por el homicidio de Mark Kilroy; en ese momento, Sara Aldrete tenía apenas veinticuatro años.


“El Pequeño Elio”, Serafín Junior, David Serna Valdez y Sergio Martínez Salinas “La Mariposa” esperaron durante años el juicio por los asesinatos rituales del rancho Santa Elena, los cargos de tráfico de drogas y contrabando de armas. Quedaron internados en la cárcel de Matamoros, viviendo en medio del lujo.

Sara Aldrete se convirtió en una celebridad oscura. Alternaba violentas protestas y afirmaciones de su inocencia con detallados informes sobre lo ocurrido en el rancho Santa Elena. Permaneció un tiempo en el apando, y fue torturada y vejada por los policías.

Según sus propias declaraciones, la violaron siete agentes, le quemaron la vagina con descargas eléctricas hasta carbonizarle una parte, la mantuvieron encadenada más de dos meses a una cama, le metieron la cabeza en agua con chile, le aplicaron choques eléctricos en diferentes partes del cuerpo, le arrancaron uñas.

En la cárcel escribió sus memorias, un libro titulado Me dicen la Narcosatánica, donde se dedica a matizar su participación en la banda de Constanzo como un peón involuntario, una chica inocente que nunca supo de lo que se trataba el grupo y que fue prácticamente “secuestrada” por Constanzo.



Sara Aldrete con su perro
 

Con el tiempo y siguiendo su ejemplo, todos los acusados afirmaron que sus declaraciones fueron forzadas bajo tortura policial. También lanzó un website y publicó un correo electrónico para que la gente se pudiera comunicar con ella. Todo el tiempo de su reclusión, lució un nuevo talismán: un dije con forma de llave colgada al cuello, regalo de su madre.


Sara Aldrete concedió entrevistas a periódicos, revistas y programas de televisión mexicanos y extranjeros, participó en concursos de pastorelas, produjo obras de teatro (entre ellas una adaptación de El gesticulador, de Rodolfo Usigli), fundó el grupo teatral “Il Bagatto”, se inscribió en un taller de literatura y ganó certámenes carcelarios. También inició la biblioteca de la prisión, consiguiendo donaciones de libros.


El tercer miembro de la banda que participó en el tiroteo de Ciudad de México, Omar Orea Ochoa “La Dama de Constanzo”, murió el 7 de febrero de 1990 de un ataque al corazón, tras padecer SIDA durante años en un hospital penitenciario.


Su hermana, Sara Patricia Orea Ochoa, se convirtió en Magistrada en Materia Penal del Tribunal de Justicia del Distrito Federal en 2008. Curiosamente, ella comenzó su carrera a mediados de los ochenta con Abraham Polo Uscanga, quien en 1989 trabajaba como Subprocurador de Averiguaciones de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal y quien presentó a la prensa a toda la banda seguidora de Constanzo después de su aprehensión. Abraham Polo Uscanga fue asesinado en 1995 en extrañas circunstancias.

El Gran Jurado de Estados Unidos emitió órdenes de arresto y publicó acusaciones oficiales contra los miembros de la banda involucrados en el tráfico de drogas y en la muerte de Mark Kilroy.


Los artistas, políticos e intelectuales vinculados con Constanzo, siempre negaron tener cualquier relación con él. Esto pese al hallazgo de una libreta donde constaban los nombres de todos ellos, los trabajos que Constanzo les había realizado y las cantidades de dinero que había recibido. El rancho Santa Elena pasó a ser propiedad del gobierno mexicano. Permanece vacío y sin labrar, ya que nadie quiere acercarse por allí.

El rancho Santa Elena, incendiado
 

El caso de Adolfo de Jesús Constanzo y Sara Aldrete inspiró un video home muy deficiente titulado Los Narcosatánicos, así como la película Perdita Durango, del director Alex de la Iglesia.



Los crímenes de Constanzo motivaron también varias canciones, libros y sitios de Internet. Los padres de Mark Kilroy iniciaron una fundación con el nombre de su hijo, para combatir las adicciones en jóvenes. Su padre escribió además un libro sobre su experiencia. La Fundación Mark Kilroy sostiene un website y hace eventos regularmente. Sara Aldrete continúa en prisión, sosteniendo su inocencia.

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